Al mirar con el tiempo los momentos vividos, esos recuerdos que tanto significaron en nuestra vida, muchas veces sonreímos, reímos, lloramos, pero no podemos ni borrarlos, ni echarlos al olvido, ni mucho menos quedar indiferentes.
Escuchar toda una noche en casa de los abuelos el gong de un reloj antiguo, que misteriosamente señalaba cada hora y que al arribar al amanecer nos indicaba que era el momento de entrada de la antigua emisora “La Voz Dominicana” que con un “tan tan tan tan… tan tan”, repetido infinidad de veces hasta hacerse odioso al oído, nos invitaba a escuchar la noticia del día que con tanto interés seguía mi abuelo Gután.
Sentarme pacientemente en el sofá de la sala de mi casa a esperar la salida del pajarito del reloj cucú que anunciaba las horas, regalo traído de Francia por Dimitri, ruso muy amigo de mi padre.
Llegar temprano al colegio y encontrarnos muchas veces en la puerta principal a Sor Inés revisando libros y cuadernos escolares para ver si alguien servía de Celestina o correo y llevar cartas de amor a las internas.
Juntarnos las alumnas del Inmaculada con los alumnos del Agustiniano en el parquecito infantil Padre Fantino, frente al colegio, cuando por las tardes debíamos ir a tomar los exámenes ya que no teníamos autonomía y debían ir los profesores del liceo a examinarnos, oportunidad de estos encuentros que solo en ese momento podían llevarse a cabo sin ningún tipo de sospecha.
Montar bicicleta o patines en la Avenida Padre Adolfo o la de los Flamboyanes, árboles que formaban un hermoso túnel con una conjunción de tonalidades de verde y que con el rojo anaranjado de sus flores al deshojarse formaban una alfombra parecida a la que artificialmente elaboran los pajes al lanzar pétalos de rosa en una boda.
Cruzar a la heladería San Antonio, de los padres de Genara y Juana, a comprar los ricos helados de pistacho frente al colegio y en su lateral, en donde se formaba un verdadero caos para tomar un buen turno.
Escuchar a Elvis Presley en los discos de vinilo en un tocadiscos antiguo y bailar como locas al son de la música y los cabellos danzando al ritmo de la misma.
Imitar al grupo “Las Mosquitas” con su baile tan especial y dejarnos el pelo largo con la pollina que casi nos tapaba los ojos.
Comer gofio y repetir la palabra “gofio” frente a alguien para que le cayera todo el polvo del mismo en la cara.
Comprar golosinas a la salida del colegio en que nos esperaba el paletero con su paletera descansando en su cintura, sobre todo, el famoso chicle de bomba con un sabor único.
Comer los quipes de Belanche, personaje pintoresco de la ciudad que con tanta gracia pregonaba su mercancía y que fue inmortalizado en un anuncio de un ron en el que decía: “Los veganos somos buenos todos… ¿Sabes?”
Comprar el pan de la panadería de los Nazario al panadero, que pasaba cada mañana por las casas llevándolo en un carrito con unos cristales laterales.
Esperar cada domingo llenos de miedo a los “macaraos” que con sus vejigas daban vejigazos los cuales no dolían, hasta que a alguien se le ocurrió llenarlas de piedra y cubrirlas con goma de las de tubos de carros.
Ir a misa de diez los domingos a la Catedral, no a escuchar ni participar de la misma, sino a verse con los novios a escondidas en la parte última de la iglesia.
Esperar el día de San Valentín a ver si se tenía la suerte de recibir un ramo de flores, especialmente de rosas para que ese olor permaneciera en el recuerdo para toda la vida y guardar en un libro de texto un pétalo que inmortalizara ese idílico momento.
Esperar al cartero en Navidad para hacer una verdadera colección de tarjetas y postales, costumbre inexistente desde que apareció la internet.
Escapar a la “tanda” de diez los domingos, para tener encuentros furtivos con los enamorados y disfrutar de todas las películas de los Beatles, Elvis y los de la Nueva Ola.
Ver “Los Diez Mandamientos” en pantalla gigante proyectados cada año durante la Semana Santa en la pared frontal de la gobernación.
Ya con más años y aquí en la Capital, recorrer el malecón de cabo a rabo todas las noches y apiñados en el carro de Sócrates quien estaba enamorado de Margarita, pasando antes a buscar a Apolinar que vivía en el sector de Honduras.
Ir a Condear, ya sea con mis amigas Lucy o Luchy, a ver qué se movía y a quién se podía ver en el trayecto… por si acaso.
Llegar de un saltico al restaurant “El Caserío” ya desaparecido al lado del lugar que ocupa “Cinema Centro” en el malecón y degustar el mejor club sándwich de todos los tiempos.
Son esos recuerdos, pero más los que no se pueden contar, ni compartir, los que hacen llenar esa bitácora que nos regaló la vida.