A mi hijo Enmanuel, quien siempre me interroga acerca de mi infancia.

Yo veneraba a mi abuelo paterno, Francisco Paulino Herrera (Pancho). Él era manso, sobrio, prudente y bondadoso en extremo, pero de carácter firme y recia personalidad. Nunca escuché de él un lenguaje desconsiderado contra nadie. Sabía administrar sus palabras, guardar silencio cuando lo consideraba oportuno y hablar solo lo necesario.

El abuelo era un hombre rural, un mediano cultivador de cacao. Su hermosa casa forrada de clavó doble era albergue de familiares, amigos y transeúntes que a veces iban en procura de un trozo de pan o de reposo, o de un pedazo de aventura.

Entre aquellos, recuerdo a un hombre que se llamaba Francisco, como mi abuelo, al cual le habían colocado el mote de “El haragán”. Aquel hombre llegaba con frecuencia tan solo a comer, a dormir y a hablar, y eso a mi abuelo no le importaba y lo trataba como el más laborioso de los hombres. Recuerdo al otro Francisco, al cual le decían “El jaibero”, quien solo iba a pernoctar y a pescar jaibas en las noches muy oscuras, en las que se podía “alumbrar” a estos crustáceos, ya que en estas circunstancias de gran oscuridad abandonaba sus cuevas, a veces inaccesibles durante el día, para reposar mansa e inocentemente en lugares de fácil captura.

Recuerdo a un hombre de piel clara, pequeño y animoso, llamado Marino y al que le decíamos “Marinito”, por su reducida estatura física. Todos considerábamos a “Marinito” un hombre “sabio” porque había llegado de la Capital cargado de historias fascinantes acerca de películas, de guerra y de prostíbulos que él supuestamente había administrado y de lo cual decía sentir gran orgullo. “Marinito” vivió en casa de mi abuelo como si fuera la suya, hasta el día en que regresó a la capital, donde mi hermano Abel y yo lo volvimos a descubrir, muchos años después, administrando un flamante puesto de frituras en Gualey.

Todos considerábamos a “Marinito” un hombre “sabio” porque había llegado de la Capital cargado de historias fascinantes acerca de películas, de guerra y de prostíbulos que él supuestamente había administrado y de lo cual decía sentir gran orgullo

Allí nos trató como príncipes hambrientos y nos obsequió abundantemente con toda variedad de carnes y víveres, mientras nos relataba con ojos casi llorosos su aprecio por mi abuelo y el agradecimiento que le profesaba debido a la generosidad que le dispensó en su casa cuando él llegó huyendo de una “desgracia” que le había acaecido en la Capital. Mi hermano y yo no volvimos a tener noticias de nuestro benefactor hasta el día en que junto a los demás miembros de la familia nos enteramos que “Marinito” había sido acuchillado en una riña capitalina.

Yo recuerdo a Juan “El jabao”, quien vivía allá en los tiempos en que también residía “Marinito”. Para hacerse el gracioso, Juan quería rivalizar con “Marinito” contando historias, pero su arte era pobre y sus referencias no me fascinaban de igual modo porque pertenecían a un ámbito rural muy parecido al nuestro, mientras que los relatos del otro tenían para mí el encanto de estar enclavados en la Capital de la República, una ciudad grande y mágica, con muchas luces y un mar enorme, ente otras maravillas. Aquellas historias me trasportaban a un gran mundo de lujos y placeres inimaginables en nuestro ámbito topográfico.

Juan trabajaba pagado y servido de todo en casa de mi abuelo, a quien no le importaba que el advenedizo hiciera uso de algunas libras de cacao (siempre autorizadas) para jugar sus “numeritos” y comprar sus cigarrillos, no recuerdo si Cremas o Casinos. Juan “El jabao” regresó al lugar de sus orígenes, y muchos años después nos invitó a mis hermanos y a mí a un pasadía en su casa, donde comimos y bebimos en abundancia y nos bañamos todo el día en un gran charco, al tiempo que él evocaba con agradable nostalgia la generosidad de mi abuelo, quien ya hacía mucho tiempo había fallecido.

La casa de Don Pancho era habitada por un loco manso y mágico quien respondía al simple nombre de “Popo”. “Popo” llegaba allá alrededor de las sies de la mañana. Era moreno y relativamente grueso. Siempre andaba descalzo. Recuerdo sus pies bastante estropeados por la vida y los caminos, cuarteados como tierra sedienta, sus uñas horadadas por las niguas que, como pestes, habían inundado todo el lugar.

“Popo” tenía una voz lenta y dulce, más grave que aguda, cargaba agua, cortaba y astillaba leña,” descorazonaba” cacao, majaba arroz y café, cortaba hierbas con el machete, al tiempo que cantaba, con voz que me parecía hermosísima, rancheras y baladas de Jorge Negrete, Miguel Aceves Mejía y Pedro Infante. Recuerdo: ya que te vas/no me des una disculpa de tu adiós/ Ya que te vas/ porque acabas de matar una ilusión/ No vuelvas más/ porque jamás tendrás mi calor/ porque solo tú has logrado traicionar/este gran amor.

Aparte del placer de comer con abundancia, pienso a “Popo lo que más le gustaba era fumar tabaco de andullo. Como tenía la comida asegurada, todo el dinero que ganaba lo invertía en tabaco. Recuerdo cuando armaba su “pachuché” y se tumbaba sobre un taburete a fumar apaciblemente. Muy raras veces lo vi agresivo, ni siquiera en los días en que andaba de boca en boca en El Alto que la luna estaba nueva y que “Popo” estaba de “remate”. Lo único que recuerdo era que en esas circunstancias le perdía el amor al trabajo y a la comida pero fumaba mucho más. Solía andar como zombi por todas partes, sumido en unos monólogos solitarios que parecían agresivos, pero que entiendo no eran otras cosas que la riñas entre sus circuitos mentales fuera de orden.

A pesar de sus maravillosos extravíos, nuestro hombre siempre tenía su cédula al día. Cada vez que se requería actualizar este documento para poder ejercer el derecho al sufragio, caminaba los muchos kilómetros que distaban desde su lugar de origen hasta el centro de cedulación. Cuando alguien le preguntaba que para qué hacía esos sacrificios, siempre sonreía y contestaba lo mismo, que lo hacía “para tener su cédula en condiciones de votar por Balaguer”. Y ante la pregunta de porqué por Balaguer siempre contestaba: “porque Balaguer me da vista y conocimiento”. No olvido que siempre que le preguntaba sobre Dios siempre decía: “Él sabe su cosa”.

Después de su ardua jornada de trabajo de cada día, ”Popo” regresaba casi ya entrada la noche a Buena Vista, que así se llamaba su lugar de procedencia, sólo a dormir y a fumar , para al día siguiente, a eso de las seis de la mañana, estar de nuevo en sus faenas en casa del abuelo. Después que éste murió, “Popo” siguió regresando, a pesar de que la casa poco a poco se iba quedando sola y el trabajo no abundaba, y el trato no era tan amable como el que le dispensaba don Pancho.

Cuando muchos años después me llegó la noticia de que “Popo” había muerto me embargó la pena de no haberlo vuelto a ver. También sentí sincero asombro porque casi tenía la seguridad de que los locos eran inmortales, y más mi querido e inolvidable “Popo”.