Yo tenía siete años de edad cuando falleció “Panchito”, el varón más pequeño de los hijos de mi abuelo. Mi padre y “Panchito” regresaban de la gallera de San Francisco de Macorís en un jeep Land Rover conducido por el primero. Había llovido mucho y el río Cuaba viajaba muy cargado y agitado, a pesar de lo cual ellos entendieron que podían cruzarlo.

Lo intentaron, pero una vez en el centro del caudal las aguas crecieron de forma asombrosa, arrastrándolos con todo y vehículo. Como no sabían nadar, fueron presas fáciles de la voracidad de la corriente. Sin embrago mi padre salvó “misteriosamente” su vida, pero de su hermano solo apareció la cabeza, varios meses después de búsquedas incesantes por parte de los buzos más experimentados del lugar y de otras latitudes contiguas. Con solemne templanza de ánimo mi abuelo afirmó que aquella era la cabeza de su hijo.

Como yo era muy pequeño no puedo recordar lo que supongo el ánimo del viejo invadido por la pena. Pero sí recuerdo aquel día en que, vestido de negro entero, montó en uno de sus caballos más diligentes para asistir al velatorio de Lolita, su hija más pequeña, que había sido succionada por la diabetes. Sí recuerdo el grave silencio de desengaño que se apoderó de él luego de producirse la muerte de su señora Dolores del Orbe, mi bondadosa abuela, a la que recuerdo cargando su enorme peso por toda la casa, intentando mantener un orden imposible, lo que le impedían realidad de sus muchos años y un reumatismo sin tregua.

En mis vacaciones universitarias a mí me gustaba leer novelas en la casa de “Papancho”, sentado sobre una de aquellas mecedoras de roble que yo colocaba en algún rincón de la casa o del patio, o del almacén donde amontonaban el cacao seco

No puedo borrar de mi mente la imagen de “Papancho” sobre su mecedora de roble, envuelto en un silencio cerrado, sacudido y enredado por la pena que le produjo la muerte de su hermano Wenceslao, el que le había sobrevivido, el que había vengado de manera unipersonal la muerte de su padre Agapito Paulino y de su hermano Antonio.

Recuerdo que yo tenía alrededor de trece años y removía un cacao en el secador más pequeño, y constantemente levantaba la vista de mi labor para dirigirla hacia el abuelo, intentando interpretar su silencio y sus pensamientos, la dimensión y el peso exacto de su aflicción, poder socorrerlo en su agonía, en su consciencia de la inminencia de su propia partida.

Recuerdo cuando sus pasos se iban haciendo más lentos y su visión más corta. No puedo olvidar el día en que, incapaz de reconocer su propia decadencia, y después de una operación de catarata, me dijo: “Yo solo le pido a Dios que me de vista y rodilla.”

En aquella su etapa finisecular yo lo acompañé más que ningún otro a sus visitas médicas. Recuerdo tan vívidamente el día en que fui con él a la clínica Corominas en Santiago para  uno de sus chequeos de la vista. Recuerdo mi asombro de adolescente rural ante aquella impresionante edificación. Me rememoro aterido como consecuencia del aire acondicionado, maravillado y medio asustado dentro de un ascensor que nos elevó hasta la presencia de un médico de piel oscura, altísimo y delgado, quien acostó a mi abuelo sobre una camilla y le abrió los ojos y los contempló brevemente con una lupa, como si se tratara de bichos de laboratorio. Recuerdo cuando veníamos de regreso hacia la parada de San Francisco, cuando tomó mi mano para cruzar una calle y cuando la apartó porque se sentía seguro y autosuficiente. No olvido el momento en que me pasó el dinero para que le comprara los acostumbrados dulces que siempre llevaba a mi madre al regreso de cada viaje.

En mis vacaciones universitarias a mí me gustaba leer novelas en la casa de “Papancho”, sentado sobre una de aquellas mecedoras de roble que yo colocaba en algún rincón de la casa o del patio, o del almacén donde amontonaban el cacao seco.

Entre las tantas novelas que leí recuerdo especialmente dos porque de inmediato la asocio a la imagen de mi pariente y a dos amigos entrañables: Los hermanos Karamazof, que me prestó mi querido amigo Radhamés Martínez; y el enorme Quijote que me prestó mi amigo y hermano Gustavo Olivo Peña, quien jugaría, al igual que el primero, un papel esencial en el desarrollo de mi vocación literaria y en mi descubrimiento de muchos autores y obras fundamentales de la literatura universal. Recuerdo que en la lectura del Quijote yo atravesaba por la novela del curioso impertinente cuando mi abuelo se me acercó y dijo para nadie, en voz alta, más con un dejo de pena que de regocijo: “Martín si estudia.”