“Aquí, con pocos pero doctos libros, vivo en conversación con los difuntos” (Francisco de Quevedo)

Mi abuelo era un anti trujillista a toda prueba, a quien sedujeron más los látigos de Viriato Fiallo que el borrón y cuenta nueva del profesor Juan Bosch, por lo que decidió cerrar fila junto al primero y su Unión Cívica Nacional. Sin embargo, cuando Juan Bosch ganó las elecciones “Papancho” supo aquilatar la valía de bien del abnegado profesor, su recta conducta de hombre de bien y su interés en gobernar apegado a principios democráticos y al interés de la mayoría. Así que cuando Juan Bosch fue derrotado mi pariente se sintió dolido y preocupado, y sumamente indignado cuando supo que Viriato, la Iglesia y los trujillistas, a los que éste decía combatiría, habían apoyado aquella barbaridad, aquel estrangulamiento a la esperanza que tenían muchos de que este país se colocara en el sendero de la civilización, en el trayecto de la institucionalidad y el respeto a los derechos ciudadanos.

El doctor Marino Vinicio Castillo era amigo de mi padre y de mi abuelo y solía visitarlos, pero empezó a hacerlo con más frecuencia en los tiempos en que recién había fundado su Fuerza Nacional Progresista. Mi padre me dice que lo hacía con la intención de que ellos lo apoyaran en su proyecto político, pero mi padre (que ya pertenecía al PRD), y mi abuelo (que no pertenecía a ningún partido político), siempre se negaban con el debido respeto, y la negativa se debía únicamente al nivel de compromiso entusiástico que había tenido el doctor Castillo con los horrores del trujillismo y el balaguerismo.

Todos los hijos de don Pancho se habían casado y levantado familia en propiedades de éste. Varios meses después de la muerte de doña Dolores del Orbe, el viejo mandó a realizar una medición general de sus propiedades, con la intención de entregar a cada uno de sus hijos la parte que le correspondía por parte de la difunta. Yo participé entusiasmado en aquella experiencia que, muy joven y a lomo de caballo, me llevó por los distintos lugares donde el abuelo poseía algún terreno. Recuerdo que las jornadas habían marchado muy bien durante semanas, hasta el día en que fuimos a Las Bajadas a medir la propiedad que ocupaba Tito Ferreiras y los hijos de “Lolita”, la hija más pequeña de “Papancho”, que hacía varios años había fallecido como consecuencia de una diabetes inmisericorde.

Cuando regresamos, después de aquella ingrata experiencia, no recuerdo quién le comunicó a “Papancho” la negativa del yerno a devolver la parte correspondiente de la tierra. Solo recuerdo que el abuelo volvió a sentar cátedra de sabiduría y grandeza de alma, y dijo: “Déjenle todo al pobre, y que no se hable más del asunto”

Mientras efectuábamos la medición, el viudo de tía “Lolita” mantenía un silencio de tumba, pero cuando concluimos y el cálculo determinó que los herederos debían devolver al abuelo una parte considerable de la tierra que usufructuaban, don Tito Ferreiras, que era pequeño y moreno, se puso morado e inmenso en ira, y empezó a ir de un lado para otro, como echando fuego por todo el cuerpo. Enseguida dijo, con el índice tembloroso y con ánimo de contienda, que a él había que matarlo antes que permitir que le quitaran un trocito de aquella propiedad que él había tornado productiva, porque, según según sus palabras, aquello solo eran pajonales a los que él le había dado vida con su trabajo de muchos años. Lo decía sin reparar en que el abuelo le había entregado aquel terreno, donde había edificado su casa y levantado una numerosa familia, sin que el legítimo propietario exigiera nada a cambio, ni siquiera las dos o tres botellas de leche de vaca que de vez en cuando enviaban a la casa de los dueños.

Cuando regresamos, después de aquella ingrata experiencia, no recuerdo quién le comunicó a “Papancho” la negativa del yerno a devolver la parte correspondiente de la tierra. Solo recuerdo que el abuelo volvió a sentar cátedra de sabiduría y grandeza de alma, y dijo: “Déjenle todo al pobre, y que no se hable más del asunto”.

Años después, Tito Ferreiras moriría en New York humillado por un cáncer y sin poder llevarse ni un terroncito de la referida tierra.

Luego de muchísimos años sin recordar aquel episodio, volví a tenerlo casi al alcance de mis manos y de mis ojos, el día que leí aquel formidable cuento de León Tolstói titulado “Toda la tierra”.