Yo apenas sobrepasaba los albores la adolescencia cuando mi abuelo me hizo entrega de un pedazo de tierra que circundaba los alrededores de su casa para que yo lo administrara. Era el hermoso lugar donde reinaba el robledal por donde siempre caía la pelota cuando la bateábamos de Home run desde el patio de la iglesia que nos servía de play.

A pesar de mi condición de joven administrador y de que mi abuelo sabía que yo no carecía de lo indispensable, nunca olvido aquella mañana de cristal en que me dijo: “te voy a regalar seis pesos para que compres unos zapatos”.

A mis hermanos, a mí y a otros niños si del lugar siempre nos consentía con comidas, juguetes y dulces que llevaba de la ciudad con la única intención de que fuéramos felices. Recuerdo que cuando él entendía que la “compaña” de la cena era precaria “desenvaquetaba su inseparable, afilado y reluciente cuchillo “Águila” y cortaba trozos de aquellos gruesos quesos Geo que nunca le faltaban, y los iba introduciendo como hostias sagradas en nuestros platos. Nunca olvido el olor, el sabor y el color de aquellos pedazos de luna naranja que convertían nuestra cena en manjares de príncipes.

“Dígale al padre que aquí el único que tiene derecho a mandar a buscar cacao es don Nazario Rizek, que es la persona con quien que yo hago negocios”

“Papancho” no era ateo, pero sabía, sin haber leído a Voltaire, a Spinoza o Bertrand Russell, que se podía ser virtuoso sin ir a la iglesia, lo que entiendo implicaba una visión revolucionaria respecto de la beatería casi general de sus conlugareños. Siempre decía que los mejores frutos y frutas, así como la mejor carne no solo debían ser obsequiados a los curas (que era la costumbre), sino a cualquier visitante que llegara al lugar, sin importar su condición económica, política o religiosa. Aquello caía muy mal entre gentes que entendían que los sacerdotes eran pequeños dioses que andaban por la tierra y que la voluntad de Dios era que fuesen tratados como tales, que les fueran entregados los mejores regalos de la naturaleza.

Sin embargo mi abuelo, aunque no pisaba la iglesia, siempre supo mantener buenas relaciones con esa institución y sus representantes, tal vez porque lo entendía provechoso a su condición, pero sobre todo porque doña Dolores del Orbe, su señora, era una rezadora sin remedio, que rezaba el Ángelus a las seis de la mañana, a las doce del medio día y las seis de la tarde. Además, en la casa de don Pancho era donde se alojaban y comían los sacerdotes que cada cierto tiempo se trasladaban a San Felipe Arriba (El Alto) a impartir sus misas que para mí solo tenían el encanto de interrumpir el trabajo del día y las obligaciones escolares, y de garantizar que al lugar llegaran, desde San Francisco de Macorís, muchos vendedores de barquillas y paletas ofertando aquellas delicias, sobre todo en los meses en que las misas se celebraban en temporadas de canículas impiadosas. Muchos sacrificábamos algunos antojos cotidianos con la finalidad de acumular suficiente ahorro para el día de misa, es decir, para el mágico día en que llegaban los barquilleros y los paleteros.

La grave inteligencia del abuelo no estaba exenta de un especial sentido del humor. Era común (creo que todavía lo es) que en los tiempos de San Isidro el Labrador los sacerdotes pidieran contribuciones en dinero o especie a sus parroquianos, ya fuera para la construcción o remozamiento de iglesias, para el mantenimiento de los servicios eclesiásticos o para cualquier capricho que se le ocurriera a la autoridad religiosa. En una ocasión, el cura asignado a la iglesia del lugar envió a un emisario a casa de mi abuelo en procura del cacao que éste acostumbraba donar cada año para la referida época. Don Pancho encogió el rostro en tono de fingida molestia y le dijo en forma áspera al enviado: “Dígale al padre que aquí el único que tiene derecho a mandar a buscar cacao es don Nazario Rizek, que es la persona con quien que yo hago negocios.”

El embajador guardó un rotundo silencio y se marchó de inmediato con rostro no se supo si de ira o de vergüenza, o de ambas cosas a la vez. A seguidas mi abuelo empezó a reír con gusto y llamó a Zoilo, uno de sus trabajadores de más confianza, y le dijo: “Echa medio quintal de cacao en un saco y llévalo a la iglesia.”

“Papancho” sabía que “Popo” era un loco brillante y un balaguerista incorregible. Así que cuando don Antonio Guzmán Fernández llevaba algunos meses de haber sido juramentado como Presidente de la República, al abuelo se le ocurrió decirle a “Popo” que andaban recogiendo a los balagueristas para encarcelarlos y que como éste pertenecía al partido de Balaguer debía esconderse si no quería que lo apresaran.

“Popo” guardó silencio por algunos segundos, luego sonrió con un encanto que las palabras no pueden testimoniar, y le dijo al viejo: “Padrino (que así le decía sin que lo fuera), usted sabe que mi único partido es el de Las Águilas.”

Todo el que conoce la era de Trujillo sabe que durante aquella infamante etapa de nuestra vida republicana no solo los pobres y los enemigos políticos de Trujillo padecían el azote de su tiranía, sino también muchos ricos a los que el tirano fastidiaba expropiándoles haciendas ganaderas, plantaciones de cacao y de otros rubros, u obligándolos a que lo incluyeran como socio mayoritario de sus negocios o empresas, etc.

Mi abuelo era amigo de don Carlos Mejía, quien instaló en el municipio de San Francisco de Macorís la primera planta eléctrica y la primera fábrica de hielo. Muchos sabían (incluyendo a mi abuelo) que Trujillo fastidiaba a don Carlos con peticiones económicas que lo mantenían sumido en ondas perturbaciones.

Me cuentan que en estas circunstancias don Carlos Mejía y “Papancho” se encontraron en el almacén de compra de cacao de don Nazario Rizek, y don Carlos mejía le preguntó a mi abuelo:

-¿Cómo está la cosa, don Pancho?

Mi abuelo le contestó:

– Don Carlos, la cosa está que si esto sigue como va los pobres morirán de hambre y los ricos de pesares.

Don Carlos Mejía estaba sentado y se puso de pie, abrazó a mi abuelo y le dijo que sus palabras expresaban una enorme y dolorosa verdad.

Días después don Pancho y don Carlos volvieron a coincidir en la empresa de don Nazario Rizek, y Mejía le pidió a mi pariente que le repitiera la “sentencia” de aquel día. “Papancho”, consciente del peligro que implicaba su temeridad en un régimen donde la vida humana valía menos que el más simple capricho del tirano, solo se limitó a decir:

-Dejémoslo hasta ahí don Carlos; dejémoslo hasta ahí.