“Con razón se puede afirmar haberse juntado aquí
cuanto hay de notable en el mundo entero”
Francisco Cervantes de Salazar, México 1554
Once de la mañana de un viernes. El Zócalo parece un hormiguero dentro de ese otro hormiguero compuesto por más de 20 millones de almas que es el D.F. A un extremo de la plaza alcanzo a ver pancartas y un ordenado frente de policías antimotines rodeando a un gentío. ¡No a la represión, queremos solución!, grita un hombre por un altoparlante. Cámara en mano, intento sumergirme en medio de la manifestación, pero soy detenida de manera cortante por un policía. Por boca de unas señoras que comadrean tranquilas a mi alrededor, me entero de que cada viernes, ellas y sus vecinos se organizan para ir allí y hacer sentir su reclamo: que no sea desviado el manantial que suple de agua potable su barriada.
Pronto me doy cuenta de que lo que ocurre en el resto de la plaza no tiene nada que ver con esta humilde manifestación ni con la policía antimotines que la acordona con la paciencia de lo previsible y acostumbrado. Antiguo mercado indígena, patíbulo en la época de Cortéz, lugar de procesiones y fiestas religiosas, escenario de motines y rebeliones, plaza de toros, “isla de los perros”, lugar de citas para enamorados, paseo para patos, centro de acopio en tiempos de catástrofes, galería de arte colectiva, cancha de fútbol y feria del libro, entre otras variadas funciones, el Zócalo ha sido utilizada desde la época prehispánica tanto como mercado de la ciudad, como para quemar vivo a un cacique o albergar a las 210 mil personas que el año pasado asistieron a un concierto de Justin Bieber, superando a Paul McCartney, quien en el mismo año sólo reunió a 200 mil asistentes durante su concierto masivo en el Zócalo.
Es también allí, alrededor de la Catedral Metropolitana, donde al rato me topo con la insistente danza ritual de un grupo de descendientes de indígenas. Lo hacen a diario. Su objetivo es lograr que la catedral, que está siendo restaurada para evitar que se hunda, termine de hacerlo. No dudo que lo logren. Al fin y al cabo, algo de frágil debe tener lo que una civilización construye sobre los lugares sagrados de otra.
Al toque de las doce campanadas del mediodía, los manifestantes en pro del agua del manantial se marchan, y el espacio que ocupaban es tomado por un grupo de artistas callejeros. Un muchacho y su chica se acomodan a ras del suelo con un cartel pidiendo dinero para comprarse unos patines. Una mujer disfrazada de pontífice (máscara de cerdo incluída) protesta porque a su hija adolescente la desapareció un cura sin que el hecho fuese castigado. En eso, hace su entrada al centro de la plaza un camión militar repleto de soldados. La escena parece como de película. ¿Vendrán a echar a la mujer disfrazada de Papa o a los indígenas que bailan frente a la Primada?
No. En realidad, los soldados llegan para hacer una demostración de sus habilidades dentro de una especie de feria militar. Esa es la razón por la cual han erigido una especie de bastión color olivo en el centro del Zócalo, cerca de la bandera de 110 libras que ondea a 50 metros de altura.
Tres días de andanzas después, llego a la conclusión de que el D.F es inabarcable, inagotable e indescriptible; un lugar que abarca mucho más que el Zócalo, el Centro Histórico con su Templo Mayor, su famoso Café de Tacuba presidido por el regio retrato de Sor Juana Inés de la Cruz; los palacios virreinales, las insondables ruinas arqueológicas, los museos, las cantinas, la Zona Rosa, las diferentes colonias, los millones de automóviles circulando; algo más que el monumento a la Revolución ( “ya no realidad cotidiana sino parque temático”, según Monsiváis), las llamadas “ciudades dormitorios” de la periferia, las parejas de un mismo sexo (o de ambos) besuqueándose libremente en cualquier esquina, los caseríos comiéndose los cerros y la densa nube de contaminación atmosférica que lo cubre todo. Un espacio global que apabulla y desborda tanto como fascina.