Cuando entramos a una de las paradas (he ido de un lado al otro varias veces) sentimos  que entramos a un país ideal, no a una parte de la República Dominicana.

Nos parece que nuestros investigadores sociales han sido un poco descuidados si no han observado con el detenimiento que hemos hecho nosotros como usuarios del Metro de Santo Domingo no solo la construcción impecable del mismo sino el comportamiento de este pueblo acusado de díscolo o descuidado con la higiene o de irrespeto a los demás, es decir, de mal educados.

Señores: ¿realmente estamos en República Dominicana cuando utilizamos los servicios del Metro de Santo Domingo? ¿Son esas personas ordenadas, decentes en su mayoría, ecuánimes, que no levantan mucho la voz (salvo algunos despistados predicadores religiosos que molestan a los pasajeros que van inmersos en sus problemas), las mismas que cometen atropellos, maltratan las mujeres, que no respetan las leyes como andan por la superficie de las calles?

¿Qué es lo que hace que las gentes cambien su modo de ser y se adapten tan bien a la normalidad decente de respetar a los demás?

Nosotros no somos especialistas en ideologías ni en comportamientos sociales, pero hemos viajado, hemos visto cómo se comportan las gentes de otros países mucho más adelantados que nosotros en muchos aspectos.

Pero ¿Alguien ha echado de menos que no haya vendedores ambulantes dentro ni alrededor de las estaciones del Metro? O que no haya vendedores dentro de los vagones ofertando mercancías.

Alguien se ha detenido a pensar que además de la limpieza y la pulcritud general de una obra bien hecha, que realmente ha sido útil y era necesaria porque la aprovechan las masas, pudiera haber otras cosas especiales que han hecho este servicio realmente público, imprescindible para miles de personas que no lo haya en el resto del país?

Lo primero es que aunque hay vigilancia, esta además de cortés no es masiva ni manifiesta que es “autoridad” con los pasajeros. Además no nos recuerdan ni guardias ni policías clásicos ni siquiera en el uniforme. Lo segundo es que tanto en las conductoras de los trenes como los conductores o los que expenden las boletas no hay grandes diferencias en cuanto a los sexos.

Pero además, lo bien construido, lo bien terminado que está todo, tanto por abajo como por arriba, con los detalles mínimos, salvo uno: No hay, por lo menos visible, forma alguna de satisfacer las necesidades fisiológicas más elementales, aunque jamás hayamos escuchado a nadie manifestar urgencia alguna ni siquiera por motivos de enfermedad, aunque de seguro existe para el personal.

Eso tampoco es relevante. Es que salvo que  la brisa arrastre en las escaleras algún papelillo o una basurita, nadie, absolutamente nadie come o tira cosa alguna en los andenes ni en los vagones. En un país donde casi nos inventamos la basura.

Las gentes esperan pacientemente la llegada o partida de los trenes, no con la cortesía japonesa, pero sí con una mayor que la que manifestamos en otras partes. Todavía hay algunos que precipitados por entrar sin dejar salir tranquilos a los que se apean sobre todo cuando hay cambios, aunque cada vez más vemos que también esta cortesía se está imponiendo: El asunto desagradable es la lucha por los asientos. La descortesía de jóvenes con personas mayores sobre todo estudiantes que deberían dar ejemplos de decencia y cortesía. Pero destaco la forma voluntaria de cederlo a embarazadas o con niños o a ciertas señoras muy mayores. A personas como yo el hecho de ver mujeres de pie sin un gesto de cortesía de parte de estos jóvenes nos sigue molestando como una falta de conocimiento mínimo de las reglas de urbanidad. Ese es un fallito mínimo que podría superarse.

Además siendo un servicio público, del gobierno, en vez de hacer lo que hacemos con otras propiedades públicas nadie esté requiriendo privilegios que no sean los naturales con las fuerzas armadas, la policía o los impedidos, pero el simple hecho de pagar su pasaje, de utilizar las escaleras o las formas de permitir que otros entren en los vagones repletos a las horas pico, todo con una normalidad asombrosa, nos hace pensar que todavía hay un país que se puede salvar.

Otro detalle significativo ha sido que pocas veces notamos personas sin higiene. Por lo menos hasta ahora en los años de usuario no he encontrado un ‘grajoso’, uno solo que moleste a los demás ni siquiera soltando algún silencioso folloncito.

De modo que, en sentido general, salvo esos pequeños detalles que nos parece que con el tiempo se irán corrigiendo, en el Metro vive, vibra un país ideal.

Por ejemplo, los servicios públicos de transporte terrestre llamados Omsa, que son parte del mismo problema no producen los mismos efectos siendo también económicos y útiles para cientos o miles de personas, ¿por qué?

Primero no hay reglas. Los trenes pasan en secuencia casi inmediata. Nadie se cansa de esperar el próximo. Los horarios de salida se cumplen.

Las benditas guaguas no tienen en ninguna de las rutas la marca de la hora en la cual pasarán por una parada, más o menos sabiendo el problema de nuestras calles sino que son medalaganarias. Esos usuarios no tienen el mismo temple que tienen los del Metro: Están desesperados, llegarán tarde a sus clases o a sus trabajos. Esas guaguas han de tener en cuenta que son un servicio público que debe satisfacer las horas de entrada y salidas de escuelas e institutos o de las industrias o los negocios. Los pasajeros de las guaguas no tienen la higiene ni la cortesía de los del Metro, siendo los mismos. No hay tampoco la pulcritud, las gentes comen o beben a pesar de las prohibiciones y los primeros que las violan son los choferes o los cobradores.

Mientras las llamadas ‘voladoras’ como algunas líneas de conchos tienen controles y castigan a quienes no cumplen los horarios, hasta donde sabemos los de la Omsa viven como chivos sin ley sin importar a quienes nombren o cambien, desde los tiempos inolvidables de cuando don Antonio Guzmán que sentimos que había la intención real de un transporte colectivo. Lo que sucede es que han convertido un servicio público importante en lo contrario, en vez de ser los usuarios a quienes se debería complacer como en el Metro, sucede que es  a los choferes a quienes controlan, son estos los que deben cumplir tales o cuales rutas, hacer tales o cuales viajes sin importar la necesidad real de la comunidad y sin embargo, nadie se queja.

Por eso es oportuno resaltar a ese otro país que utiliza el Metro por el sistema que ahí se ha impuesto como un modelo que los gobiernos deberían tener en cuenta: Ese respeto a la ley, al orden, correspondiendo a un servicio útil, necesario y constante.

Quizás un día los ideólogos de la Pequeña Burguesía se detengan a observar el fenómeno del Metro de Santo Domingo no solo por lo que es, sino por lo que podría ser el país entero si las cosas se hicieran como se deben hacer, con la calidad y el rigor que se precisa: Esa es la lección que por ahora asombrados cada día de la posibilidad de otro país parecido, sacamos de la imagen real de uno posible que en la superficie nos parece tan imposible.