Es bien sabido que los dominicanos tenemos una gran paradoja en nuestra forma de ser, la cual es una especie de dualidad de carácter que entra en la categoría de la polaridad, como ahora diagnostican lo psicólogos a los que hoy están calmos y mañana se vuelven ¨atronaos¨. Por un lado somos la gente más buena, mansa y tolerante del mundo, gentes que pueden dar lo que no tienen a quienes lo necesiten, que se dejan sacar el ojo izquierdo sin siquiera pestañear el derecho, que le duplican una factura eléctrica sin la menor queja, o le suben los combustibles hasta el cielo y se quedan tan campantes en la tierra… y por otra parte, en cuestión de cumplir con todo lo que signifique disciplina, reglas o mandatos, nos entra una de espíritu de rebeldía y pataleo incontenible.

No nos gusta hacer fila, a la primera de cambio nos ponemos delante de los que han esperado pacientes una hora. No entendemos bien que los semáforos en rojo son para detenerse y no pasarlos a toda velocidad con peligro de la vida de los demás. Si nos ponen una multa, llamamos de inmediato al primo que es sargento, o al amigo del amigo de un amigo, que a su vez tiene un amigo que es coronel, para que nos la quiten. Por eso en nuestro lenguaje aún tiene tanta vigencia las palabra cimarrón, o alzado, o los dichos de chivo sin ley o echarse al monte. Y por eso también hay tanta gente que dice lo que se necesita aquí es un tipo con pantalones, por no nombrar lo que hay dentro de ellos.

Por ello se nos ocurre imponer nuevos y más severos correctivos pues parece que sólo así se nos puede domesticar, como lo demuestran tantos ejemplos de los dominicanos en el extranjero. Allí no se saltan la raya amarilla de migración, se llega temprano a la factoría que está a hora y media de distancia, o dejan pasar a un viejecito en un cruce de cebras sin darle un susto de infarto. Porque si se viola la ley en esos países viene después el garrotazo en forma de la amonestación, multa o hasta la cárcel.

Por eso aquí podríamos instituir castigos más o menos de la siguiente manera. A quien cometa una infracción de tráfico grave, se le pondrá un mes haciendo de agente de AMET, cogiendo pela de sol, lluvia y humo de carros, a lidiar con los interminables tapones donde no hay semáforos, a soportar los improperios de muchos conductores, o teniendo que despejar las calles para que un funcionario lleve a tiempo los niños al colegio. Seguro que no se pasa una luz roja en la vida.

A quienes se roban una, otra y otra vez la energía eléctrica, no se les va a llevar a la cárcel porque, mal que bien, ahí tiene las tres calientes, techo y hasta compañía. A esos se les sentará en una silla conectada a unos cables y se les largarán unos cuantos corrientazos, hasta dejarlos medio tostados, verán como nunca más se cogen ni un sólo voltio. A los que se conectan por su propia cuenta a una tubería para ducharse, lavar el carro o el jardín, o desperdiciarla dejando las llaves abiertas y sin pagar un chele, a esos se les meterá la cabeza en un cubo de agua, como en las películas de espías o de gansters de Chicago, para que se empapen bien de que no deben hacerlo.

Si son de los que estafan al fisco declarando menos ganancias, y por ende contribuyen a que un niño pobre no pueda ir a la escuela o deja de recibir atenciones médicas, se les obligará además de pagar el doble de impuestos de por vida, a cursar y aprobar las antiguas enseñanzas de Moral y Cívica, para que les metan en las cabezas la importancia de los valores humanos, y comprendan la necesidad contribuir de manera responsable con los menos favorecidos de la sociedad.

¿Qué les parece? Ahora sólo hace falta la autoridad que quiera y pueda meternos en cintura. ¡Sólo eso!