El desmembramiento de la cristiandad y la caída de Constantinopla, la aparición de la imprenta, y la colonización del “Nuevo mundo” desencadenaron en la vieja Europa un imperecedero interés por lo físico; el cuerpo (y la vida), otrora estáticos, adquirieron libertad e ímpetu propios. La contemplación que les hizo inertes se transformó en observación dinámica y es así como el genio da Vinci plasma en el códice Leicester sus ideas sobre el movimiento de los fluidos, la luminosidad de la luna y mil cosas más. Galileo, por su parte, co-protagonista de la revolución científica post renacentista elabora los fundamentos de la hidráulica y la caída gravitacional sentando las bases físicas y matemáticas del movimiento y la función de las bombas en aquellos tempranos años 1600.
Desde la antigua Mesopotamia, el molino y la rueda noria reflejaron la obsesión del hombre por multiplicar la fuerza a fin de sobrevivir y dominar; el habitante de la Europa en gestación irá más allá de lo agrícola creando máquinas capaces de transformar la energía mecánica en energía de fluidos: bombas volumétricas, manuales, y neumáticas que con certeza inspirarán a un decidido joven inglés a trasladarse hacia la progresista Padua escapando la estrechez de su medio a fin de hacerse médico: al William Harvey “descubridor” de la circulación sanguínea y transformador del corazón símbolo en el corazón bomba que motiva estos párrafos.
Borges afirmaba que las metáforas constituyen asociaciones momentáneas de dos imágenes “y no la metódica asimilación de dos cosas”. A mi modo de ver, poco de breve tiene tal licencia ya que en cada arista de la imaginación ella otorga permanencia a lo creado, a la novela, al cuento, y sobre todo al poema en el caso de la literatura. En rigor: no puede existir idea alguna despojada de símbolos, la imagen podrá ser efímera pero sus consecuencias no sólo revelarán el hecho metafórico, sino que le otorgarán un perdurable poder amplificador. Así, son pocas las metáforas que hoy sobreviven esta contemporaneidad de la inmediatez llamada siglo XXI; se destacan dos en particular: Dios, renovada faz de tótem útil, y el mástil donde amor y sentimiento, dolor y pesar, incertidumbre y esperanza abrazan la condición humana resguardada: el corazón refugio que a través del existir simbolizó toda suerte de interpretaciones místicas, filosóficas y artísticas desde Aristóteles a Pascal, y desde Paracelso a San Agustín.
La medicina, por su parte, enquistada en los conceptos galénicos durante más de un milenio entendió el funcionamiento de la circulación a partir de los humores y de una descabellada relación con el aire y lo externo. Algunos papiros y descripciones de la antigua china así como deducciones de pensadores post medievales como Servet, Giordano Bruno y el propio da Vinci, hablaron tímidamente del movimiento circular de la sangre; fue Harvey sin embargo quien por vez primera explica científicamente en el joven siglo XVII cómo el perpetuo circuito sanguíneo es producido por los rítmicos latidos del corazón. Ese fuelle hidráulico que convertido en bomba hace vibrar el pulso en nuestro cuello, brazos y abdomen segundo tras segundo en leitmotiv fundamental centro y sostén de todo lo viviente.
Los artistas, cosa usual, se adelantaron al pensar científico pre moderno tal cual el Shakespeare de Coriolano, aquel drama fechado en 1609 penúltima de sus tragedias, que hablaba de un corazón central y un circuito de carácter fluido: “…os lo envío a través de los ríos de vuestra sangre hasta la corte del corazón, sede de la inteligencia; y a través de los canales y compartimientos del cuerpo, los más fuertes nervios y las más pequeñas venas inferiores reciben de mí lo que de natural necesitan y por lo cual viven”. ¿No fue esta acaso la deducción transformadora de la cardiología a que arribó nuestro héroe Harvey?
En su obra magna, De motu cordis (1628), Harvey demostró que los vasos se llenaban de la sangre de ambos ventrículos casi al unísono y que el origen del pulso no era otra cosa que la contracción del corazón. Dedica el manuscrito a Carlos I comparando su monarquía con el órgano en discusión: “…el corazón como un príncipe en un reino, en cuyas manos está la autoridad suprema, reina sobre todas las cosas; es el origen y fundamento del que proviene todo poder en el cuerpo”. Para algunos, aquel gesto representó el paradigma del corazón de la ciencia nueva que opacó al que la tradición mantuvo intacto por siglos; el nuevo corazón mecánico que despedía un pasado simbólico dando la bienvenida a la transformación industrial ahora encarnada en sí mismo.
Hoy, ese corazón hipermoderno que hay que cuidar con dietas y ejercicio, tirano que mata más que cualquier mal en cualquier lugar del mundo, ya no cree en metáforas. Ellas se desvanecieron con la hidráulica de Harvey. Sólo le interesan el colesterol, los stents y el bypass. Con razón decía Gelman que ya nadie estudia las arterias del mal y que no hay remedio, porque desde hace tiempo desaparecieron las farmacias del alma. El psicoanalista James Hillman va aún más lejos al sentenciar en su ensayo El pensamiento del corazón que este órgano “ya no es aquel animal ardiente y amoroso (…) rebosante de formas imaginativas. Ahora sus señales descodificadas nos envían mensajes relativos a la esperanza de vida, pues como él puede insultarme y atacarme, tengo que ganármelo cuidándole”.
Insiste Hillman en este nuevo corazón recordándonos que “Ese modelo mecánico por medio del cual le observo como un objeto muerto fuera de mí, avanza con el progreso tecnológico” y “nuestra manera de imaginar su conservación es también mecánica: canales elásticos libres de obstrucciones, escasa viscosidad de la sangre, poca presión del volumen sanguíneo contra las paredes arteriales…”. No podremos fiarnos entonces del órgano que antaño era origen de la fe. Ya él es un asesino confeso.
William Ospina dice que el corazón es un concepto fantástico, imaginario y múltiple siempre presente en la lengua del poeta; por eso relata su experiencia en la India a través de un texto que le fue dado cerca del Ganges mientras observaba una muchedumbre viva y sedienta de purificación entre las aguas junto a las humaredas de los piros de sándalo quemando cadáveres de acuerdo a la tradición hindú.
El hombre que me guía es de la casta de los brahmanes. /Ha entreabierto los pliegues de su camisa, y me ha mostrado las cuerdas blancas, ocultas, que revelan su casta. /Le pregunto cuanto tardan en arder los cadáveres, y solo guardo en el recuerdo que las mujeres tardan más que los hombres. /Me explica que los hombros y el pecho de las mujeres son demasiado fuertes, incluso para el fuego. /Y lo que tarda más en deshacerse, me dice, son los corazones. /Veo entonces la fragua incesante de un corazón latiendo desde el comienzo hasta el fin, /el incesante corazón palpitando en los años, en los bosques, en el odio, en el sueño,/ haciéndose más fuerte cada vez, más templado, más duro./Y pienso en esa guerra final entre el corazón, manantial de lo rojo, y el fuego, /entre el fuego que nutre y el fuego que destruye./El hombre que me guía me dice: muchas veces el corazón no alcanza a consumirse, /y hay que tomarlo con varas de acacia, y arrojarlo a la corriente del Ganges,/para que el agua logre lo que no pudo el fuego.