La vida de mi mamá y mi papá es digna de una novela al mejor estilo de Isabel Allende… No sé si podré transmitir en este escrito toda esa magia llena de realidad que ha su trayecto, pero me atrevo a dedicarle estos párrafos y compartirlos con ustedes.
Clara Brache es una mezcla de Úrsula Iguaran, tronco sólido y perfecto de los Buendía, en Cien Años de Soledad; Pelagia, ese maravilloso personaje de Gorki en La Madre, que se convierte en mamá de todos los compañeros de lucha de su hijo Pável; Y, por supuesto, de ella misma, con su firmeza, fortaleza, independencia y decisión.
Si lo reflexiono desde mi visión feminista de la vida, debo admitir que se postergó en el ser mujer, para ser mamá y abuela. Sin embargo, desde entrados sus 70 años, y ahora en sus 80, ha logrado que hijas, hijos y su batallón de nietos/as se dediquen a complacer sus deseos de conocer y ver mundo (show de strippers incluido).
Clara trazó una ruta nueva para su existencia, diferente a la planeada por su padre, (el Dr. Brache, médico y político muy exitoso en su terruño) el mismo día en que le dieron permiso para estar en una carroza vestida de arbolito (luces incluidas, of course), y Antonio Jaime Tatem, poeta, político y revolucionario de un barrio, la vio y se armó el romance. Una historia inicialmente llena de oposiciones, pero, ya dije que ella es firme en sus decisiones, cuentan casi 61 años, 4 hijas y 2 hijos.
Con 19 años, pasó de ser la hijita linda y protegida, salida del Colegio Inmaculada Concepción de La Vega, a esposa de un contrario al régimen: le toco vivir una época de persecución y cárcel del marido. En el pueblo le tenían un poco de "respeto y pudor" a la hija del "doctor", pero en la cárcel de la Victoria, era una más de ese grupo de mujeres – casadas con los prisioneros políticos- que iban cada semana a esperar horas y hacer fila para poder verles un momentito. ¡No importa que esté embarazada, si tiene deseos de orinar que resuelva como pueda, “para qué se casó con ese…”!. Y la dictadura dejó sus marcas.
Llegaron dos hijas y dos hijos, pero faltaba mucha resistencia. Vino el gobierno de Juan Bosch y mi papá gana la Senaduría en mi Imperio de Salcedonia y por un momento pareció que ya todo iría bien, pero no, vino el golpe, y de nuevo la persecución. La Revolución de Abril, y más persecución. Y otra hija, que fui yo, la “anunciada” a mi padre en plena revolución con nombre incluido, y la que crecería sin él.
Jim se fue a finales del 1966 y regresó unos meses después del triunfo del Presidente Guzmán y Mami quedó a cargo de “forma oficial” (porque siempre lo había estado) de una prole de cinco. Por mucho tiempo, trabajó como maestra mañana, tarde y noche; era muy buena, dicen muchísimos estudiantes que pasaron por sus manos.
A pesar de trabajar tanto, mis recuerdos son de una madre presente, cariñosa, que me arrullaba en sus piernas para dormir hasta casi los 12 años; y mi casa de infancia siempre estuvo tan limpia que brillaba. Nunca faltaron margaritas, extrañas, gladiolos, lirios, o rosas, que sábado tras sábado traían desde Monte Llano a la clienta más fiel.
Los domingos, después de misa, nos visitaban todas sus viejas/os, entre las que estaba Mamá Berta, madre del Dr. Manuel Tejada Florentino, a compartir café con galletas y a ser felices en una conversa interminable; en la que nos enterábamos de todo lo que pasaba en el pueblo, el país y algo del mundo, y en la que se nos permitía participar. Pensándolo bien, ahí debió sembrarse en mí esta visión de asumir el valor de la persona en el Ser y no en el Poseer, que hace que me “acusen” de iconoclasta.
Mi mamá nos educó en un ambiente de libertad. Y lo más importante, es la persona a la que sus hijos, hijas, nietos y nietas siempre recurren cuando necesitan seguridad, ruegos a la divinidad, salud, compañía y amor. Es el referente, el manantial, el lugar seguro: matrona fuerte y decisora. Esa misma que a la llegada del marido en 1978, en muestra perfecta del amor, volvió a parir, sin saberlo logro de esa forma que la llegada y el desencuentro con la realidad perdida de mi padre, tuviera el bálsamo maravilloso de una hija.
A mi papá, lo amé en esa infancia de ausencia física pero presencia poética. Esperaba con ansias el correo y que llegara un sobre dirigido a mí con un poema, cientos de poemas escritos para mí… También tendría que decir que a su regreso hubo un tiempo en que lo “odié”: para una adolescente era difícil entender la tristeza y la adaptación de un hombre que se había ido siendo un líder de masas, y que llegó a un mundo donde sólo algunos lo recordaban y sin ni un peso en el bolsillo.
Un poeta que había sido perseguido, hecho prisionero y torturado, que había luchado en la revolución; pero que sus secuelas se tradujeron en delirium de persecución, lo que no siempre lo hacía alguien grato… Lo anterior, la lucha, la resistencia, había quedado en el pasado; y él no fue de los que se hizo “un nombre” en la capital… Era un hombre de pueblo, dueño de una de esas tantas historias que no han sido narradas y yacen escondidas por la inercia, pero que no son menos importantes. La resistencia desde los pueblos y de las personas que venían al centro, pero volvían al pueblo, se quedó ahí, se quedó en los pueblos, no ha sido escrita.
Gracias a la divinidad, existe la misericordia, el perdón y la reconciliación, y llegaron mis mellizos, para ser entre otras muchas cosas, el hilo necesario para yo reconocer en mi padre lo que Miriam German siempre me ha dicho, al ser humano sin posibilidad de estar permanentemente en el plano de la conciencia terrenal, el que le enseñó a amar los libros. Mi padre, ese que vi por primera vez casi a los 14 años, y no nos reconocimos como hubiésemos querido, se convirtió en un abuelo genial y maravilloso. Su amor y cuidado para mis hijos, curó mis carencias, y permitió que floreciera el agradecimiento.
Y ahora que, por razones de cuidado, está pasando sus últimos días en un hogar de ancianos, no le tomo a mal que cuando llegamos a visitarle, reconozca de inmediato y siempre a Edgar y Dorian y yo tenga que recordarle que soy Yildalina y él entonces diga con mucha alegría que yo soy su hija.
Declaro hoy, frente a ustedes que no es deber ni obligación amar a la madre y el padre, ni al linaje ancestral, sino que es necesario y justo; que nos hace mejores personas. Y es la perfecta garantía de la trascendencia. Te honro Clara Brache, y en ti a todas mis ancestras. Te honro, Jim Tatem Mejía, y en ti a todos mis ancestros.
Que vivamos en plenitud, en reconocimiento y agradecimiento, porque honrando incluimos, validamos, legitimamos y somos mejores seres humanos.