En el país, el merengue no es una tradición moribunda; es aún un símbolo de orgullo entre las generaciones más jóvenes: en los pubs posmodernos de las ciudades, en las listas de reproducción de Spotify de los “milenials” que esperan las 5 p.m. en la oficina, en las fiestas de cumpleaños de los recién graduados de clase media, en los colmadones de los pueblos y durante los fines de semana de los hijos de la diáspora, el merengue todavía representa el eco de sus tierras.
En su texto “Culturas Híbridas”, García Canclini argumenta cómo lo folklórico se ve a menudo como un fenómeno inmutable, congelado en el tiempo junto con lo campesino, lo aislado, algo del pasado con los mismos actores y los mismos consumidores, y que solo se usa cuando es necesario para enorgullecer a los nacionalistas. Pero el merengue es movimiento, puro o fusionado, da la batalla y todavía hoy las muchachas quieren que las saquen a bailar uno de Juan Luis. Un ritmo alegre, fácil de aprender y capaz de responder a las demandas generacionales. Un fenómeno cultural que, si se riega con los condimentos adecuados, continuará viajando de generación en generación manteniendo sus raíces, adentrado en el imaginario colectivo de los más jóvenes dominicanos y de los hijos de sus hijos. ¿A qué nivel dejan estos jóvenes sus lazos individuales con la música extranjera y se vuelven parte del imaginario cultural dominicano y de una celebración de la “identidad cultural”?
En la mayoría de los países de América Latina, los ritmos tradicionales son vistos como algo del pasado cultivado por muy pocos artistas y productores, donde los jóvenes indican una y otra vez que “no se identifican” con los mismos.
Ha sido ampliamente discutido el concepto de que la identidad se construye tanto por lo que se "es" como por lo que "no se es". La existencia de "El otro", "lo extranjero", es lo que hace posible que la connotación positiva pertenezca a "lo que está aquí". En búsqueda de un lugar en el mundo que nos diferencie de “los otros”, es fácil acomodarnos en lo grupal dominicano, un lugar que cuando es visto desde afuera, es idealizado con los fragmentos que se consideran positivos: somos “alegres”, “bailamos mucho”, “somos solidarios”. Y, más aún, estando fuera de la Madre Patria, cuando los duros inviernos o sociedades menos efervescentes o extrovertidas ampliamos aún más esta idealización del país y de su gente. Los “milenials” dominicanos tienen gustos y estilos variadísimos que definen su individualidad; sin embargo, en lo grupal, todavía se aferran a lo heredado, “como comunidad, también tengo un lugar en el mundo”.
Ahora es más fácil tener acceso a una cantidad exorbitante de música extranjera y de ritmos locales diferentes. El mundo moderno tiene un efecto "globalizador" sobre la juventud, que nos hace mirar hacia fuera, a veces olvidando lo tradicional. Pero la creencia de que la globalización es un destructor de la identidad cultural está en cuestionamiento, ¿acaso no se siente “más dominicano” un joven que, caminando en los suelos de ciudades cosmopolitas, extranjeras, distintas, va escuchando en sus audífonos el ritmo que lo transporta a su tierra? Como bien dice Ernesto Sábato, ¿qué es la patria si no los sonidos de tu infancia?, una infancia y una patria que el dominicano consciente o inconscientemente se rehúsa a desechar.