Quise escribir sobre ella, pero su modestia me lo impidió. “Mejor escribe sobre Mercedes”, me dijo, y se lo prometí. A veces cumplo lo que prometo, pero lo que le prometo a ella, siempre lo cumplo.
Mercedes siempre sonríe. Por eso, el tiempo le resbala. Su piel de seda ni se aja ni se marchita. Mercedes no reniega de su negrura. Brilla como una estrella muerta, como un azabache, como sus ojos de princesa Congo, Mandinga, Karabalí. Mercedes vive como si posara eternamente para Severino: los cuadros de Severino son sus espejos.
Mercedes no mete la mano, salvo en el fuego. A Mercedes no se le va nunca la mano con la sal. Mercedes tiene mano de santa: cada día hace el milagro de la yuca y los huevos porque, cada día, alimenta un ejército. No es cierto que Metternich ni el zar de Rusia ni el káiser de Prusia ni Wellington fueron a Viena a decidir sobre el destino de Europa. La verdad es que solo fueron a hartarse con los sabrosos petits fours que les preparaba Carême, el cocinero de Talleyrand, para que el francés se saliera con la suya. Así pasa con Mercedes. De su manos comen no solo la doña, los hijos, los nietos, los yernos, los primos, los sobrinos, los guardaespaldas, los choferes y los amigos. También comen los lambones y los arzobispos (que a veces son los mismos), los generales y los paracaídas, los activistas y los periodistas, las devotas y las monjas y los curas, los empresarios y los arribistas (que a veces son los mismos). De sus manos come el presidente, que se ha salido más de una vez con la suya.
De su cocina solo salen ambrosías, los vistosos bistecs, la crème de la crema de habichuelas, el arroz risueño, el mango y el mangú. De su cocina solo salen néctares, el jugo de los tamarindos somnolientos, el dulce morir soñando, la cándida champola y el café, sabroso y negro como la vida. De sus pailas salen ñames, yautías, plátanos, rulos, guineítos y yucas nunca jojotas. En sus sartenes arden los tostones crocantes y los huevos fritos crujientes como arderá mi pobre alma en el Infierno. Y como del Infierno no me salva nadie, me entrego sin remordimientos a la gula, mi pecado favorito, que engulle la leche, la batata, el coco, la piña, la naranja, la toronja, la jagua, el tomate y el cajuil, y hasta la fruta prohibida, la fruta del árbol de la ciencia, que Mercedes convierte en dulces.
Mercedes es madre nutricia. Mercedes es generosa como la Madre Tierra. Mercedes se parece al mundo en su actitud de entrega. Cada día, Mercedes multiplica los panes, los peces y toda la lista del supermercado para alimentar a una multitud de ministros y menesterosos que se cuelan en su mesa como ladrones en la noche. Con estas líneas brindo a la merced de Mercedes, como si brindara con una copa de cerveza negra. Negra como ella.
¡Salud!
En cursivas, versos de Pablo Neruda y Nicolás Guillén.