¿Por qué ni el modelo puro del mercado liberal ni el de puro estatismo han tenido éxito en el desarrollo de las naciones? Los resultados apuntan a que estos modelos de polarización ideológica no han pasado de ser, en su concepción, mera aspiración, mera utopía. Lo esbozado por los pensadores comunistas y liberales mencionados no han sido más que ser visiones de lo que ellos deseaban que fueran las sociedades. Si los modelos pifian es porque sus autores no tuvieron suficiente noticia de la realidad para aterrizar bien sus propuestas y producir diseños realistas.

Como ninguno de los pensadores citados manejó una nación, la visión encarnada en sus modelos no reflejó la enriquecedora savia de la experiencia gubernamental. Y su aplicación imperfecta también devino en insuficiente bondad. La “humanización” marxista o la solidaridad impuesta por medios estatales no han producido casos exitosos de desarrollo nacional y sí fracasos. En cuanto a los liberales, el mercado libre de competencia perfecta no ha existido nunca y posiblemente nunca existirá. La clave pues estaría en encontrar la correcta combinación de los dos modelos en un ambiente de libertad –la medianía del péndulo que enlaza los dos extremos– para impulsar el desarrollo de los pueblos y naciones.

Bartolome de las Casas nos dijo: “Toda etnia, pueblo y nación es libre para ejercer su soberanía y para autodeterminarse de acuerdo con lo que estime justo y conveniente.” Por su lado, Raymond Gettel, en su Historia de las Ideas Políticas dice: “Los grupos (humanos) que viven en intimo contacto y que han pasado por experiencias comunes, desarrollan, conscientemente, una trayectoria histórica, un propósito superior, que aparece expreso en su literatura e instituciones. Atesoran en común un recuerdo y un ideal, y este sentimiento subjetivo de su unidad se anima en las formas de una nación.” “Asociado a la independencia del Estado soberano, aparece el derecho de cada pueblo al ejercicio del control sobre su gobierno propio; y de aquí nace la doctrina que permite a cada grupo distinto y permanente, con un carácter nacional, la dirección exclusiva de sus destinos políticos.” 

Por tanto, el mejor sendero a seguir será aquel que nos lleva a los grados de libertad y democracia visualizados por los liberales mientras imponemos el estatismo para promover la movilidad social y la solidaridad. Esto último pasa por establecer la verdadera igualdad de oportunidades educativas. Competirá en desventaja un niño de un campo de Elías Pina no ha recibido una educación igual en calidad que la de un niño en un colegio de Santo Domingo. Será mucho más difícil para él alcanzar la movilidad social que para los que han tenido el privilegio de una mejor educación. Y esa desigualdad resulta en diferencias en el ingreso y en el bienestar del individuo.

El logro de una verdadera “movilidad social” es el requisito esencial de la justicia social. Ella encarnaría la moralidad de cualquier sistema de organización social o económica. Pero eso no podrá lograrse a menos que no se ejerza, en cualquier sociedad, una vigilancia eterna sobre la manía lupina de los poderosos, sean estos los más ricos de los liberales o los políticos que se apropian del estado para su propio beneficio personal.  Puesto que hoy la riqueza se agolpa en un puñado de megaricos que detentan más poder que muchos políticos destacados, procede condenar a las políticas liberales que propician tales resultados y también condenar a los políticos que se abrazan de un estatismo rampante para proteger y magnificar sus propios intereses.

La mejor filosofía política asume que los ricos y los pobres son buena gente aunque estén motivados por la pulsión atávica del egoísmo. Lo que los hace desviar son los sistemas que los engendran, al no administrar idóneamente ese egoísmo.  El mejor rico será aquel que, estimulado por el estado, demuestra una solidaridad generosa a través de una responsabilidad social empresarial iluminada, un tratamiento justo de sus empleados y un afán de lucro que no embista descaradamente el bienestar de los demás. En eso consistirá su moralidad, mientras la del pobre comenzará cuando deje de envidiar los haberes de los ricos y se empodere de su propio destino para, en un ambiente de igualdad de oportunidades, mejorar su propio bienestar. 

Los lobos del estatismo y del liberalismo estarán siempre al acecho. Por eso habrá que seguir buscando ideologías que “transformen” la sociedad hacia un estadio de libertad y racionalidad que asegure las condiciones materiales mínimas de la subsistencia con dignidad. Hoy día tal visión esta mejor representada por los logros de los países escandinavos, los cuales han equilibrado el capitalismo con la solidaridad del socialismo europeo. Pero la solución ideológica a los problemas del desarrollo en nuestro país tendrá que crear una impronta propia que, lamentablemente, está ausente en el pensamiento de la actual clase política.

En nuestro entramado institucional, la lucha contra la desigualdad nos convoca a una cruzada permanente de búsqueda y ajuste –prueba y error– en las políticas públicas para lograr el bienestar y la felicidad. La solución deseada sería una especie de libre albedrío de los pueblos. El individuo no es quien determina, por sus acciones propias de filantropía, la bondad de la organización política y social. Tampoco sería el estatista a ultranza. Cada nación tiene que encontrar una fórmula “casuística” que equilibre al Estado con la sociedad civil de tal manera que produzca paz social y mayores niveles de bienestar para todos. 

El tamaño del Estado y la naturaleza de su intervención deberán responder a las necesidades de las grandes mayorías y promover la movilidad social que logre la justicia social. En naciones donde una proporción importante de la población vive en la pobreza, como es el caso nuestro, la acción del Estado debe ser fuerte y determinante sin llegar a cohibir la libertad de los individuos o distorsionar el libre mercado.  Pero afirmar esto es mucho más fácil que lograrlo. Si hay alguna duda al respecto debemos solo visitar los resultados respecto a la Estrategia Nacional de Desarrollo 2030 estatuida por la Ley No.1-12. Ese amasijo de enunciados de políticas públicas no se ha traducido en las ejecutorias requeridas.

Tienta endilgar la culpa de la negligente aplicación de las políticas de desarrollo productivo a los sucesivos gobiernos. Bien o mal fundadas, las falencias de los gobernantes – o la falta de “voluntad política”- reflejan un temor a incurrir en acciones que le resten apoyo político y dificulten la gobernabilidad. Pero los cambios de gobierno tampoco han conjurado el flagelo, por lo que sería injusto culpar solo al partido de gobierno por el poco progreso o la desidia. A los partidos políticos les compete buscar las fórmulas para el desarrollo económico y social.

En esa búsqueda los partidos deben guiarse por la premisa de que el mercado de libre competencia debe ir de la mano con un Estado que garantice la libertad y la igualdad de oportunidades para que pueda darse la movilidad social. Sin eso no puede haber justicia y fue Juan Pablo Duarte quien sentenció que la justicia es el fundamento de la felicidad.   ¿Tendrá nuestro liderazgo la grandeza moral de Duarte para procurar la justicia y, de paso, no enajenar lo que  no es suyo?