Para enjuiciar la moralidad de los ricos seria errado consultar solo a los pobres. Gran parte de ellos alberga una latente inquina contra los ricos porque los consideran indolentes o les envidian sus fortunas. Tal resentimiento tiene sus raíces en las graves desigualdades de los niveles de bienestar en la sociedad. Asimismo, los ricos tienden a acusar a los pobres de irresponsabilidad y holgazanería. De ahí que el prejuicio visceral no permite juzgar la moral de ricos y pobres con racionalidad y ecuanimidad. Es preciso recurrir a la filosofía política para evaluar con justicia la riqueza de los pocos y las carencias de los muchos si queremos vivir en libertad.

Un tema tan orondo podría abrumar a cualquiera. Pero de un reciente libro titulado La moralidad del capitalismo se pueden extraer las esencias y llegar a conclusiones. En el trasfondo está el viejo debate de la mejor forma de gobierno para lograr el bienestar y la felicidad de la gente. En el mundo occidental, tal debate se remonta al dictado de Platón de que el gobernante debe ser un filósofo que armonice la razón, el apetito y el ánimo. Desde entonces los tratadistas han sido muchos, pero la racionalización del sistema capitalista se asocia con Adam Smith, Federico Hayek y Milton Friedman, mientras su antítesis la representan Carlos Marx y Federico Engels con su sociedad comunista. De sus prescripciones se han derivado aplicaciones antagónicas sobre la más deseable organización social y política.

El libro citado defiende el capitalismo liberal. Este rechaza los ataques infundados de pensadores y doctrinas de toda laya que le enrostran inmoralidad por los abusos que se dice infligen los ricos y poderosos a los menos favorecidos por la fortuna. Su premisa clave es que el verdadero capitalismo es aquel que no favorece al estado benefactor y regulador para lograr justicia social, sino que confía en la iniciativa, el talento y el esfuerzo individuales en el contexto de un libre mercado (donde la competencia no confronta trabas). Mientras en el primer esquema el estado establece los parámetros de convivencia, en el otro es el accionar del individuo que los define y los logra.

Los defensores del capitalismo liberal alegran que la democracia y la libertad peligran porque lo que ha estado sucediendo es lo contrario al accionar individual. Los estados han ido creciendo constantemente y cada vez engullen una mayor proporción del PIB de los países, con la justificación de una mejor distribución de los beneficios del desarrollo económico. Sin embargo, lo que ha sucedido es que los intereses creados de los que administran el estado han coartado la libertad y puesto en entredicho la democracia. Según esta creencia son los que han cooptado al estado, una especie de cleptocracia burocrática, quienes han creado las desigualdades sociales y las crisis económicas que aquejan a muchas economías “capitalistas”.

En este contexto, juzgar a los ricos requiere el examen de los valores fundamentales del capitalismo, especialmente aquellos promovidos por pensadores de la talla de Smith, Hayek y Friedman.  El citado libro nos dice que estos valores se derivan de “la libertad y responsabilidad de los seres humanos, de su capacidad de solidaridad espontanea, de la honestidad y el respeto mutuo, de la pasión por el trabajo bien hecho y la colaboración pacífica entre personas.” “Ahí donde el estatista ve un egoísmo desmesurado y un juego de suma cero porque unos ganan cuando otros pierden, el liberal encuentra el deseo de unos miembros de la comunidad de colaborar pacíficamente con otros miembros de la comunidad en la satisfacción de sus necesidades generando una mejora en las condiciones de vida de todos.”

“Ahí donde el estatista muestra una concepción empobrecida del hombre que concibe la bondad como realización a través del poder estatal y entiende la solidaridad como la confiscación y redistribución violenta de los frutos del trabajo de las personas por parte del poder político, el liberal, que desconfía de los poderosos y pone su fe en el hombre común, entiende la solidaridad como un acto de generosidad espontaneo del espíritu humano que se materializa a través de la filantropía. Y ahí donde el estatista ve personas incapaces de salir adelante por sus propios medios, transfiriendo la responsabilidad de la superación personal nuevamente al poder político, el liberal confía en el poder creativo del individuo y en su potencial para salir adelante, incluso en las condiciones más duras.”

Obviamente, las diferencias entre la perspectiva del liberal versus la del estatista son abismales. El primero confía en que el libre albedrio y la iniciativa individual creará una sociedad justa, pero el segundo no concibe ese desenlace sin la intervención del estado y el poder político.  Mientras el primero cree que la solidaridad, la llamada “ternura de los pueblos”, debe manifestarse espontáneamente a través de la filantropía, el segundo juzga que esta debe manifestarse a través del sistema impositivo y la distribución del gasto público. El juicio final sobre cuál de las dos filosofías es la más deseable, sin embargo, no parece posible en términos absolutos. Los claroscuros de una empequeñecen la otra y viceversa. La antinomia clásica es la del rol del estado versus el rol del individuo.

A cualquier observador maduro que reflexione sobre su vida le parecerá que los polos opuestos no toman en cuenta que entre ellos existen áreas grises. Eso de que el estado deba limitarse tanto como para no interferir con la vida de los individuos es un ucase desacreditado.  El hecho de que siempre han existido los estados, con grados diferentes de dominación social, es en cambio un claro indicio de que el nirvana del libre albedrio puro no tiene asidero. Esta conclusión cobra mayor validez en las sociedades pobres o de mediano desarrollo.  En ellas la pobreza de un importante segmento de la población se arrastra como una maldición satánica que impide el libre albedrio de sus víctimas.

Viene al caso el conocido aforismo de Rousseau: “El hombre ha nacido libre y sin embargo, vive en todas partes, entre cadenas.”  A un nacido pobre le es difícil ejercer el libre albedrio a plenitud: la pobreza ha embridado sus posibilidades y restringido su ámbito de acción. Por ende, es injusto comparar sus oportunidades a las de otros que se guarecen en segmentos más afortunados de la población. La superación personal del pobre es una lucha titánica que lo retiene atrapado en su celda social y muy pocos logran la “movilidad social” que asumen los liberales como una presea fácilmente conquistable. 

La historia de la humanidad evidencia que, para las grandes mayorías, la transmisión intergeneracional del estatus socioeconómico ha prevalecido siempre. Aunque algunas naciones logran mejorar significativamente los niveles de bienestar de sus respectivas poblaciones, eso no resulta en la desaparición o sensible disminución de la desigualdad social.  (Para Marx y Engels eso es lo que genera la lucha de clases y la confrontación permanente entre burguesía y proletariado.) Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán han catapultado sus poblaciones, pero eso no ha significado que las diferencias en los niveles de bienestar han desaparecido. Los saltos en su desarrollo se han logrado no por la “colaboración pacífica” de sus ciudadanos, sino por las políticas públicas que han guiado sus economías.

Pero las “ideologías” liberal y progresista han sido hasta ahora puras utopías. Ningún país se ha desarrollado en base a la filantropía espontanea de los ciudadanos. Y en aquellos donde la iniciativa estatal ha producido buenos resultados (p. ej. Singapur), los niveles de libertad y democracia no han sido determinantes. Por otro lado, el fracaso del estatismo puro lo ejemplifican la desaparecida Unión Soviética y Cuba. Las naciones con regímenes de fuerza donde se ha escenificado algún progreso material lo han conseguido porque han introducido elementos liberales para impulsar la economía. (Léase China y, más recientemente, Vietnam.) En consecuencia, la polarización ideológica no explica bien las diferencias en los resultados.