El mercado municipal de esta provincia del suroeste fronterizo de República Dominicana, nunca ha tenido pinta de obra arquitectónica. Pero sí de un pasado de higiene y orden, y de mercaderes que, con decoro, gastaron sus vidas entre las góndolas y las responsabilidades caseras. Años sesenta y setenta del siglo XX.

Ellas: Paula, Rosaura, Rosa Capitán, Linda Marsí… Ellos: Tinín, Baronito, Juantino, Rojo, Chicho Payán, Redondo, Enrique, Tinín.

En las mañanas, cada día, ese sitio era un hervidero de clientes en busca de víveres, vegetales y carnes. Ellas, despachaban los productos menores. Ellos, las carnes.

Palpita aún en el imaginario popular el agitar de los machetes de los carniceros sobre los grandes troncos sembrados en el centro de las casetas, en el lado este del local:

¡Tinín, una libra! ¡Tinín, libra y media! ¡Enrique, dos libras! Enrique, una libra! ¡Baronito, tres libras de lomito! ¡Juantino, dame una libra de paletaaa y una de pechooo!

Parecían indiferentes estos hombres fuertes, sudorosos. Con precisión milimétrica, relampagueantes, cortaban cada parte con sus machetes filosos. Y solo se veía cuando pesaban y tiraban el producto al mostrador para cobrar al cliente. Su rapidez resultaba pasmosa. De momento lucían como prestidigitadores.

FE PÚBLICA

El matadero donde sacrificaban los becerros distaba a dos kilómetros, hacia el oeste, en la carretera que lleva a la “puerta” de la frontera entre Pedernales y Anse –a–  Pitre (Ansapito), prolongación 27 de Febrero, después del cementerio viejo y la “rigola del Gobierno”, que servía de balneario de jóvenes, pero también de hábitat de dajaos, camarones y anguilas. No era ni por asomo una infraestructura hecha con parámetros internacionales para cárnicos. Tampoco el transporte hasta la plaza. Todo rudimentario, pero jamás semejaba un pocilga de patio desatendida. Era un local con un desaguadero. Los matadores colocaban en el centro al animal a sacrificar. Debían de ser diestros con el cuchillo. Cualquier fallo en la puntería dejaría viva a la res o el becerro, y eso resultaba peligroso para la integridad de las personas que intervenían en el proceso.   

Iba interdiario, de madrugada, con mis amiguitos vecinos, con una latita de pintura Pidoca y un cuchillo previamente afilado, para ayudar a pelar el animal y así, al final, quedarnos con un trozo de cuero, el alimento de nuestros perros. Una tarea fácil hasta que otros descubrieron aquella fuente de alimento para los canes. La competencia se tornó fuerte. Era la purina de aquellos tiempos. Había que ser rápido con el cuchillo para hacerse de un pedazo sin resbalar en aquel piso sanguinolento.

¿CONGRÍ O MORO?

Camino al matadero por aquella carretera de tierra, vivía Alcides Pérez, el hombre de los mondongos. En el pueblo, tenía fama por ello. Desde temprano, entrenó a su hijo Fausto, quien le servía de auxiliar.

Carecía de educación formal, pero le sobraba la doméstica, algo común en los hombres y mujeres de aquella época, tan común como la verdolaga de los patios por donde pasaba la “rigola” o en las ubérrimas tierras de  Los Olivares.

Él no era un aciano; mas, sonaba como tal cuando hablaba estropajoso a causa de los frenillos y el ceceo acentuado. Más cuando se incomodaba, como aquella vez en que un hijo, por agradecimiento, le llevó a conocer  la capital.

Uno de esos días de su visita a la metrópoli, el hijo le llevó al restaurante de un hotel reconocido. Pensó que le resultaría alucinante. El menú disponible estaba plagado de nombres largos y “raros”. Y Alcides señaló al mozo la oferta que le dictó el instinto: congrí. Creyó que le servirían un almuerzo “extranjero”, exquisito. Pocos minutos después regresó el mozo con el plato preparado en su mano derecha y lo colocó en la mesa. Alcides le miró con asombro. Le increpó por el “manjar”.

–“No fue eso lo que yo pedí”.

El mozo, muy diligente y paciente, le respondió:

–“Sí, señor, eso es lo que ha pedido”.

Ante la negativa del cliente terco, el empleado le pidió que señalara lo solicitado. Y Alcides le colocó el dedo índice en el concepto “congrí”. El servidor del restaurante le confirmó que se trata de “congrí”.

El desaliento se notó en la cara del comensal. Solo atinó a mascullar: “Ah, coño, eso es moro de guandul; eso lo hacemos Fausto y yo en Pedernales, con coco, y queda mejor”. No quedó con gusto de volver a un restaurante.    

En Pedernales, la gente esperaba el  mondongo de Alcides. La demanda siempre fue más alta que los dos calderos gigantes hasta el tope del alimento. Se acababa temprano en el día. Confiaba en la calidad igual que los productos que compraba en el mercado municipal. No había que recorrer las calles con el becerro como si fuese una procesión; ni colocar la cabeza del chivo o del cerdo en un lugar visible del sitio de venta para generar confianza en el consumidor. Bastaba con los nombres de los carniceros y los vendedores. Tenían fe pública. No había aprensión.

PILARES EN EL OLVIDO

El local donde opera el mercado data de finales de la década del 50 del siglo XX, con seis góndolas para víveres y vegetales, y dos casetas para carnicería, en la Genaro Pérez Rocha con Gastón Fernando Deligne. Pedernales apenas nacía como provincia.

Esa infraestructura ha sufrido intervenciones en su estructura. Para mal. Su rostro actual es fiel representación del caos en el planeamiento urbano y la falta de saneamiento. Es una fuente activa de contaminación alimentaria.

En ese lugar trabajaron, durante décadas, doñas que le dieron vida y lustre. Paula, taciturna, tierna. Rosaura, más extrovertida. Rosa Capitán, recia, con humor. Y Linda “Marsí”, con temperamento impredecible.

En su casa de la 27 de Febrero, Linda cargaba cada mañana la carretilla con productos que su pareja compraba en Barahona. Arrancaba con ella hacia el mercado, a unos 200 metros, con sus brazos de boxeador extendidos, sin descanso. Y al llegar a su punto de venta, casi a la puerta frontal de la plaza, faenaba hasta cerca del mediodía. Sin barajar. A ella, le comprabas o no le comprabas. Cualquier regateo absurdo, respondía sin reparo: “Pues, no lo compres”.    

Las doñas del mercado tenían temperamentos diferentes, pero en común, su perserverancia en la labor diaria de mercaderes y madres de familias que criaron a puro pulso, sin nunca arrastrar su dignidad.

Han muerto, y solo queda la nostalgia por un mercado pequeño y sin lujos, pero que nunca fue apestoso ni exhibió con orgullo en su explanada frontal un “mercado de pulgas” caótico que lo contaminara más de la cuenta.