"Ella quiere (Mariana Mazzucato) hacer que la economía explícitamente le sirva a la gente, en lugar de que le explique su servidumbre"-Avivah Wittenberg-Cox, Forbes.

Pretender reducir las dimensiones del Estado o minimizar su rol en el crecimiento y desarrollo económico es un empeño de casi cuatro décadas que olvida deliberadamente su gravitación estelar en la consumación de los principales logros tecnológicos de nuestros tiempos.

Ciertamente, es difícil pasar por alto que las cuantiosas inversiones estatales en el caso de las principales potencias occidentales y de los países de industrialización reciente hicieron posible el surgimiento y consolidación de las industrias modernas, tales como, informática, Internet, farmacéutica-biotecnológica, nanotecnología y, más recientemente, los impresionantes avances de la llamada tecnología verde.

Una verdadera apuesta a lo imposible sustentada por el Estado. Si bien el capital riesgo privado y las jóvenes empresas emprendedoras han jugado un rol significativo en el apuntalamiento de los nuevos sectores de vanguardia, no es menos cierto que fueron las administraciones políticas quienes han cargado voluntariamente con los mayores riesgos-literalmente temerarios-en la creación de nuevas oportunidades de inversión, aceptación de multimillonarias inversiones iniciales y creación de redes descentralizadas para la realización de las investigaciones más osadas, consideradas en su momento por el capital privado como verdaderas locuras oficiales.

Además, no olvidemos su apoyo permanente a los procesos de desarrollo y comercialización, asegurando así la consumación de las conquistas tecnológicas más formidables del período de posguerra.

Recordemos que fue la Fundación Nacional para la Ciencia, una agencia gubernamental de los Estados Unidos, la entidad que financió el algoritmo que determinó en gran medida el éxito de Google; que los anticuerpos moleculares, principal pilar de la moderna biotecnología, salieron de los laboratorios públicos del Consejo de Investigación Médica (MRC) de Reino Unido, mucho antes de que el capital riesgo entrara en escena, y que empresas como Google, Apple y Compaq deben su arranque inicial y sus grandes éxitos posteriores a las inversiones estatales. Habría que ver también quién respondió por los enormes gastos de I +D de la industria farmacéutica, la misma que sigue considerando las regulaciones e impuestos estatales como los más grandes obstáculos de sus esfuerzos de innovación (ver Mazzucato, 2014).

Mariana Mazzucato. Cortesía de S. Robinson y Mariana Mazzucato

El Estado ha jugado y debe jugar un rol primordial como ente proactivo y netamente emprendedor. Lo entendemos capaz de asumir los mayores riesgos, de encauzar la timidez, el enfoque cortoplacista y rentista y las posiciones contemplativas o acomodaticias del sector privado hacia las grandes metas transformadoras. En este sentido, nos alegran los planteamientos hace un tiempo externados en el periódico El Dinero (versión escrita Año 5, Núm. 217, 15 de mayo de 2019) por una de las más lúcidas representantes del sector empresarial dominicano, la señora Ligia Bonetti. Hacemos este reconocimiento con una humilde nota al pie a su propuesta sobre el rol del Estado en las transformaciones que requiere el giro radical hacia la competitividad dinámica, a propósito de lo avanzado en los inicios de este artículo y de lo planteado en el anterior, el primero de esta serie.

Haciendo un detallado recuento de los objetivos del Segundo Congreso Industrial celebrado en 2012, la señora Bonetti hace énfasis en las recomendaciones del Informe Atalli (Jacques) 2010-2020) que plantea como prioridades impostergables el fortalecimiento institucional; servicios públicos de calidad; formación de calidad; competencia internacional e integración regional sobre las bases de una economía con orientación al conocimiento; responsabilidad ambiental y organización del territorio.

En realidad, el Informe Atalli no es un discurso nuevo porque sus propuestas nodales están presentes de manera reiterativa en innumerables informes de muchas organizaciones internacionales especializadas, entre ellas la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en su caso con un mayor nivel de detalles y profundidad analítica.

La señora Bonetti reitera con sobradas razones la necesidad de una política industrial debidamente compartida con el sector gobierno, esto es, que resulte del consenso y del análisis conjunto. Ella debería traducirse en una alianza público-privada que conduzca la economía del país, mediante políticas y reformas puntuales, al terreno de los competidores globales. Por lo tanto, las exportaciones son la variable fundamental y el “nuevo” modelo debería ser mercado-globalista.

Al margen de ello, el compromiso de las industrias con la calidad, la mejora continua de la productividad y afirmación de su liderazgo en los procesos de innovación y de promoción del conocimiento, debe cumplirse solucionando problemas estructurales como el energético, que es el eslabón de los servicios más crítico que afecta de manera muy sensible la estructura de costos de las empresas.

Los desafíos son muchos: van desde el incremento de la capacidad instalada de la industria nacional para crear empleos formales, hasta remover positivamente ciertos elementos de la capacidad competitiva relacionados con las infraestructuras físicas y tecnológicas, incluida la impostergable inversión en educación que afiance la cultura para la calidad y la productividad.

En este punto de la educación, el reclamo de lograr una mayor alineación y sintonía funcional entre la academia y la empresa, es tema de cierta vergonzosa antigüedad y, hoy, más que nunca, seguimos produciendo profesionales absolutamente desvinculados de nuestra realidad productiva y, lo que es peor, de la peor calidad cognitiva absoluta y relativa imaginable.

La señora Bonetti defiende como nosotros otros elementos cruciales de la transformación productiva soñada. Entre ellos, regulaciones claras, entidades gubernamentales funcionales y dirigidas por funcionarios capaces, encadenamientos productivos y sistema de compras gubernamentales que impacte el crecimiento de los eslabones más débiles del sector industrial.

Todos estos contenidos resumen un discurso recurrente del que comenzamos a sentir cansancio. Estamos de acuerdo no ya con sus consabidas formulaciones generales que encierran aspiraciones legítimas. Debemos pasar a la etapa de una carta de ruta de alto consenso sectorial que se acompañe de planes operativos con la función anual de transformar la retórica en hechos que puedan ser medidos.