Haider Warraich, cardiólogo e investigador en el Brigham and Women’s Hospital, director asociado del programa de insuficiencia cardíaca del VA Boston Healthcare System e instructor de su especialidad en la Escuela de Medicina de Harvard, reconoce que es probable que la progresiva disminución de la letalidad por COVID-19 se deba a una menor intervención de la medicina en el curso de la enfermedad. En un reciente artículo, Warraich repasó los diferentes fármacos que los médicos administraron al inicio de la pandemia y luego supieron que no eran efectivos, preguntándose con humildad si en la actualidad sobreviven más personas al COVID-19 que al principio porque los médicos están interviniendo menos. “Como muchas otras infecciones virales, la COVID-19 se convirtió en un cementerio de intervenciones terapéuticas”, comenta el autor sobre el uso masivo de fármacos y procedimientos terapéuticos sin haber previamente comprobado su eficacia y sin hacerlo en ensayos clínicos controlados para contribuir al avance del conocimiento científico.

La urgencia, sentida por médicos, pacientes y sus parientes, e incluso muchos políticos, de hacer algo para curar la COVID-19, explica la propensión a recurrir a cualquier medio sin esperar ni producir evidencia científica sobre su eficacia. “Haz ahora, estudia después”, dicen los propulsores de diversas intervenciones terapéuticas, aduciendo que el no hacer es peor que correr el acentuado riesgo de causar algún daño al paciente con terapias agresivas. No quieren esperar los resultados de ensayos clínicos controlados ni conducir sus propios ensayos, porque desesperan viendo cómo mueren los pacientes sin tener terapias probadas, por la novedad de la enfermedad, para salvar vidas.

A nadie le gusta sentirse impotente, sin poder hacer algo para curar o sanar. Tampoco nos gusta admitir que no sabemos o tenemos dudas.  Los pacientes no acuden a los médicos que admiten que no tienen una cura efectiva para su dolencia. Creemos que hacer más es mejor, aun careciendo de evidencia de la eficacia y seguridad de lo que hacemos, contradiciendo el principio de la medicina de “sobre todo no hacer daño”.

En el afán de hacer algo para curar a los presuntos infectados con el SARS-CoV-2, muchos profesionales y políticos latinoamericanos se han descarrilado, pues distribuyen masivamente fármacos no autorizados para curar la COVID-19 a personas sin síntomas y sin resultados positivos en pruebas que detectan el SARS-CoV-2. Impulsados por el deseo de hacer algo, nos arriesgamos a hacer daño:  incluso han proliferado los cocteles o kits de fármacos como MAIZ y CATRACHO en Honduras, que también se distribuyen masivamente con diferentes componentes en muchas naciones latinoamericanas, aunque sin acrósticos sonoros y no siempre con el respaldo oficial.

Promover una fórmula para todos, que no tiene el aval de la evidencia científica, o sea una cura milagrosa, sin importar las particularidades de cada paciente ni las circunstancias, es una irresponsabilidad. Ya no se trata de un uso compasivo de un medicamento no autorizado para curar a un paciente en circunstancias particulares que ameritan correr el riesgo de hacerle daño, sino de una respuesta histérica a la pandemia sin evaluar individualmente el riesgo de hacer daño a cada paciente, y hasta al medioambiente, como evalúa una actual investigación sobre el uso excesivo de la ivermectina contra el coronavirus en el Perú, financiada por la National Geographic Society .

Cuando hay cualquier duda respecto a la cura, porque no existe evidencia estadística documentada, menos intervención es mejor. También en la medicina, menos es más, sobre todo para curar una muy poco conocida enfermedad causada por un agente viral como el SARS-CoV-2.

Menos es más, ahora más que nunca.