Uno de los factores que ha colocado a la sociedad norteamericana a la zaga de sociedades como la alemana, la inglesa, japonesa y hasta china es la debilidad en la formación en ciencias de su población. En muchos distritos escolares el liderazgo de integristas religiosos ha sacado la capacitación en ciencias de los niños y jóvenes, sustituyéndolas por relatos religiosos o explicaciones absurdas como el diseño inteligente. Es de esos ambientes oscurantistas y mágicos que surgen los extremistas y terroristas que atacaron el Capitolio a inicios de enero de este año, los neonazis, los seguidores de QAnon y los cristianos trumpistas. Esas tendencias se derraman sobre América Latina bajo las mismas premisas que Estados Unidos, la poca educación científica, el autoritarismo y una religiosidad centrada en la magia. El odio que esos grupos en Estados Unidos han desarrollado contra la formación en ciencias y que llevó a Trump a la Presidencia es responsable de más de medio millón de muertos -y en aumento- en territorio americano, semejante cuadro lo tenemos en Brasil, con iguales factores. Conocer de ciencia y formarnos en la Fe, no en creencias, es el camino para la lucidez, la tolerancia y el cultivo amoroso del diálogo.

En la actual República Checa, pero en 1822, nació un niño llamado Gregor Johann Mendel, su vocación por la vida religiosa se desarrolló a la vez que su curiosidad científica buscaba formas de entender la naturaleza. Su camino al sacerdocio lo canalizó por la Orden de San Agustín y sus esfuerzos en investigación lo convirtió en el padre de la genética. Un poco mayor que Mendel tenemos a Charles Darwin, nacido en Inglaterra en 1809, que también estaba interesado en lo que luego llamaríamos la genética, pero hasta donde sabemos no llegó a conocer la obra de Mendel. Darwin escribió un libro llamado El Origen de las especies donde abrió las puertas a una explicación de toda la diversidad biológica de nuestro planeta vinculándola entre sí y apostando a un gradual proceso de evolución de unas especies en otras a lo largo de ciclos de tiempo muy extensos. Contrario a muchos de sus detractores en su tiempo, de los cuales el polvo del tiempo los ha borrado sin pena, ni gloria, la propuesta de Darwin generó líneas de investigación que hoy marcan el estudio de la biología.

Tanto Mendel como Darwin eran cristianos, si el primero le es supuesta tal condición por ser sacerdote, el segundo formuló la siguiente afirmación que retrata su convicción más profunda: “Jamás he negado la existencia de Dios. Pienso que la teoría de la evolución es totalmente compatible con la fe en Dios. El argumento máximo de la existencia de Dios, me parece, la imposibilidad de demostrar y comprender que el universo inmenso, sublime sobre toda medida, y el hombre, hayan sido frutos del azar”. Tanto Mendel como Darwin nos ayudaron a comprender los profundos hilos que ordenan la vida apelando a sus manifestaciones visibles, pero fue otro coetáneo de ellos, Friedrich Miescher, quien en 1869 descubrió la célula fundamental que organiza la vida, el Ácido Desoxirribonucleico (ADN). Lo que Mendel con sus guisantes y Darwin con sus estudios en las Islas Galápagos explicaban por sus fenotipos, Miescher nos permitió explicarlo por los genotipos.

En la actualidad hemos logrado profundizar en el estudio de la biología más allá de la célula y adentrarnos en el mundo de la molécula. Si hoy tenemos varias vacunas que nos ayudarán a erradicar paulatinamente la covid se debe al trabajo de Mendel, Darwin y Miescher, y sus seguidores, y no al griterío de integristas y fundamentalistas religiosos. Miles de millones de seres humanos se salvarán por el trabajo de los científicos y no por rituales mágicos, la presencia del Espíritu Santo es más visible en las mentes y equipos de los hombres y mujeres que auscultan la creación con el talento que Dios nos concedió para pensar, que en los rituales mágicos y las apelaciones al castigo divino.

En el verano de 1862 Mendel visitó Londres para visitar la Exposición Universal y conocer en persona a Darwin. Por varias fuentes se sabe que Darwin no se encontraba en su residencia durante el tiempo que pasó Mendel en la capital inglesa, por tanto el encuentro no tuvo lugar. Mendel si sabía de Darwin, pero este último nunca conoció nada del monje agustino. Pablo Lorenzano, profesor de la Universidad Nacional de Quilmes e Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina comenta el encuentro que pudo ser y no fue.

“Y estamos seguros de que en caso de haberse llevado a cabo un encuentro personal entre Darwin y Mendel, debido a los buenos modos de un gentleman inglés y al de los de un hijo de campesinos y educado monje agustino, y a las ocupaciones, intereses y orígenes de cada uno, habrían compartido amablemente un té en la porcelana producida por la familia de la mujer de Darwin o un suculento plato de guisantes provenientes del monasterio de Brünn, y habrían discutido educada y quizás también apasionadamente sobre temas evolutivos, pero difícilmente se habría llevado a cabo una “síntesis” anticipada entre lo que sería conocido como “darwinismo” y “mendelismo” en los años treinta y cuarenta del siglo XX”.

Sé que este tipo de historias y reconocimientos de los aportes de la ciencia no interesan a los que únicamente leen la Biblia o el Corán -y que lo hacen buscando el día y la hora del fin del mundo en medio de un infernal holocausto- y tampoco interesa a los que quieren golpear mujeres para que se queden en sus casas, matar a quienes no consideran iguales o prohibirles a niños y jóvenes que lean libros de ciencia. La humanidad debe superar este interregno de atraso y oscurantismo.