(Con la complicidad de José del Castillo)

Hablo solo y canto en el baño. Vi a Trujillo personalmente. En la iglesia de San Juan Bosco era monaguillo y ayudaba en una misa cuando él se apareció. Traje blanco de guardia marino, charreteras doradas, una pequeña daga plateada para destacar su aureola de mando, y el rostro adusto maquillado en exceso;  pero lo que recupero de la memoria es la impresión de que ese ser sobrenatural no se encontraba a gusto, que se turbaba dentro del poco de humanidad que le quedaba, y parecía distante como si fuera inventado. Lo he narrado miles de veces en mis artículos, en mis poemas, en mis novelas. Era apenas un niño, una brizna, frente a ese Dios iracundo.

Soñé ser charro mexicano y todavía las películas de Cantinflas me hacen reír. Si saqueo mi pasado veo una colección de artistas que quise ser. Tony Aguilar no se me quita de la memoria, entregándole su sombrero mexicano a Angelita Trujillo, en el estudio de La Voz Dominicana, que entonces nos parecía muy grande. Y atrapo con toda nitidez la sonrisa tan dulce  de Pedro Infante, galopando en su caballo por las calles de Santo Domingo, en aquella Semana Aniversario. ¿No era mágico, acaso, que a Miguel Aceves Mejía, con su mechón blanco y todo, en el momento en que estaba casi a punto de morirse de sufrimiento le llegara una música por el aire, y cantara como un ángel divino la canción que le rompería el alma a su amada?

Para mí era como una maravilla el cucurucucú paloma de Amalia Mendoza. Solo que la ronquera sublime de Lola Beltrán embrujaba los sentidos de tal manera que uno moría en la historia que narraba su canto, o se desgajaba, ardiendo de amor o desamor. Pero de Cuco Sánchez para allá era el despelote, nos asaltaba el lagrimón veloz como si la existencia no fuera con nosotros compadecida. Aquella canción en que decía “El espejo en que me miro hoy es mi amigo, porque solo él me ha mostrado la verdad”, nos hacía reventar, aunque todavía éramos jóvenes. Juro por mi madre que vi más de un guardia llorando sin consuelo sobre la vellonera, amargado porque lo que esa canción contaba era como un inventario de la vida, como un resumen fatal que nos aguardaba.

Todos queríamos ser charros mexicanos en los años cincuenta del siglo pasado, y uno tan niño se encariñaba con lo que parecía ser expresión de nuestra espontaneidad. La ciudad era pequeña, tan pequeña como nuestras vidas. Y todo el espacio heroico estaba ocupado por  ese absoluto hegeliano que pendía sobre nuestras cabezas, y que nadie se atrevía a nombrar. Ser charro mexicano era lo más heroico e inocente que nos podía ocurrir.  Lo he narrado con toda franqueza en mi novela “El violín de la adúltera”.

Después  supe que Trujillo cantaba las mismas canciones bajo la ducha, que hacía falsetes con esa vocesita mariconil que desdecía de sus rasgos marciales, y que había que repetirle cuantas veces él quisiera la película de Jorge Negrete “El peñón de las ánimas”, porque ese cantante le enmarañaba los sesos, y compaginaba enteramente con la idea de sí mismo como macho y remacho.

La hegemonía de las rancheras mexicanas desapareció con la muerte de Trujillo, y nosotros aprendimos que ni siquiera lo que parece ser más espontáneo e inocente, deja de estar condicionado.

Tal vez por eso yo escribo artículos y me vivo buscando vainas con el poder establecido. Quizás por eso en mis artículos intento abordar la cotidianidad política y social tratando de ir más allá del sentido común. Quizás por eso me persiguen los “predestinados”, los que se creen “el destino” de todos, los que naufragaron en el narcisismo y la adulación. Y es seguro que por ello he rechazado siempre con suma vehemencia todo cuanto desde el poder condiciona la verdadera libertad del sujeto social. ¡Mi generación fue una generación hundida en el miedo y en el silencio! Nuestra gran conquista espiritual fue el descubrimiento de la palabra libre e incondicionada. ¡Esa misma por la que hay que luchar ahora!

Todavía hablo solo y canto en el baño. ¡Oh, Dios!