[Santiago Roncagliolo, un excelente narrador peruano, escribió hace unos años una novela sobre una supuesta familia patricia dominicana de origen italiano (los Minetti), vinculada al fascismo y a la CIA, a Trujillo, a Batista, a la importación de vehículos, a la mafia al contrabando, al tráfico de estupefacientes y todo tipo de negocios turbios, tanto en Santo Domingo como en Cuba.
La historia, en la novela Memoria de una dama, gira en torno a Diana Minetti, una rica heredera que fue despojada en parte por su cuñado y sus hijos de una cuantiosa herencia (proveniente de la tesonera labor de su padre) y casi en lecho de muerte se decide a emplear los servicios de un amanuense desconocido para que escriba una biografía edulcorada de su vida.
Pero en la biografía, en la investigación bibliográfica, van apareciendo datos escalofriantes que la propia Diana ignoraba, y en la novela de Roncagliolo la ficción parece que se acerca tanto a la verdad que alguien hizo un acuerdo con la editorial para que no fuera vendida en Santo Domingo.
Tanto bastó para que la obra comenzara a circular profusamente en ediciones piratas digitales y se convirtiera en comidilla de los círculos de intelectuales.
En un estilo chispeante, lleno de humor y sarcasmo, Roncagliolo se burla de la podredumbre moral de ciertas buenas familias, pero sobre Diana escribe al final unas páginas llenas de compasión que resumen toda la tragedia de alguien que vivió en un mundo ilusorio sin darse cuenta que todos sus seres queridos tenían los pies metidos en el lodo. (PCS)].
17.
Perlas a los cerdos. La propia Diana era una perla hozada por los cerdos.
Toda una vida para ser saqueada, robada, sobrevolada por buitres como yo
mismo. Toda una vida de plazos retardados y cobros mensuales, de mentiras,
de esposos inservibles, hijos con contactos en el banco y biógrafos dispuestos a
estafarle cada céntimo. Acabé de leer la carta con lágrimas corriendo por mis
mejillas y goteando sobre el papel.
Al fin y al cabo, ella sólo quería contarle su historia a alguien. Decir que
había conocido a Jackie Kennedy y al barón de Rothschild, a las horrorosas
esposas de Batista y los salones palaciegos del jardinero de Buckingham. Fuera
de esos momentos, su vida era una enorme, interminable piara revolcándose en
el lodo. Para el mundo —y eso me incluye—, Diana había sido un enorme fajo
de billetes ambulante. Ahora, despedidos los ejércitos de servidumbre y
liquidados los esposos haraganes, lo único que quedaba de ella era un montón
de palabras, quizá ya cuatrocientas páginas para que los gusanos no se
comiesen su memoria.
El libro tenía que publicarse.
Y tenía que publicarse con sus nombres verdaderos.
Era lo menos que yo podía hacer por ella, era lo único que alguien alguna
vez haría por ella, en realidad. En ese momento no me importaba que no
tuviera mi nombre, ni que fuera un fracaso comercial. Me importaba que
existiese, que llegase a la República Dominicana y Cuba, que lo leyesen sus
personajes y sus apellidos se ruborizasen al menos un poquito al ver lo que se
habían hecho a sí mismos.
Reuní todos los papeles dispersos, escribí un nuevo texto que incluía la
última carta de Diana, tomé un tren nocturno, que son los más baratos, y me
planté en Barcelona a las seis de la mañana. Para variar, llevaba días llamando a
Txema, y él nunca me había devuelto la llamada. Como me presenté de
improviso en su editorial, él no tuvo más remedio que recibirme. En su oficina,
una vez más, estaba Santiago Roncagliolo.
—Santiago ya tiene lista su próxima novela —dijo Txema orgulloso,
contento, como si me presentase a su nuevo hijo—. Un thriller político con
asesino en serie que sin duda será un éx…
—Tengo listo el libro —interrumpí.
—¿Cuál libro?
—El que querías, el de la familia de la Mafia.
—Ah, sí. ¿Cómo era esa historia?
—La historia de una mujer de la aristocracia dominicana, hija de un
conspirador mafioso, fascista y agente de la CIA. Una mujer que nace entre
palacios y mármoles, y termina destruida por su propia familia y su propio
dinero. Un libro de no ficción. Realidad pura y documentada.
—Una biografía —dijo un aburrido Santiago con la voz más imbécil que
pudo conseguir.
—Una biografía real —dije yo.
—Las biografías tienen que ser de personas conocidas —dijo Txema—. Si
no, no funcionan.
—Ella no es conocida, pero conoció a mucha gente importante: aparecen la
Cuba de Batista, la República Dominicana de Trujillo, sale hasta Jackie
Kennedy.
—Ya. Nos serviría más la biografía de Jackie Kennedy.
—Léela, Txema. No te arrepentirás.
—Odio los libros periodísticos —dijo Santiago, batiendo récords de
estupidez—, no me interesa que me cuenten algo real. Yo quiero una buena
historia.
—Entonces no lo leas —dije yo, ya sin ningún escrúpulo de educación.
Txema prometió leer el manuscrito y se fue con Roncagliolo a algún lugar
al que no me invitaron. Yo deambulé por la ciudad esperando el tren de la
noche y bebiendo una copa en cada cervecería que encontré abierta. Por la
noche, me quedé dormido en el vagón cafetería.
De regreso en Madrid, me senté a esperar una respuesta junto al teléfono en
mi casa. Ya no tenía muebles. Usaba unas toallas como colchón.
Por las noches, dilapidaba lo que quedaba del dinero de Javi
emborrachándome con desconocidos sólo para contarles la historia de Diana.
Cada vez que la contaba le agregaba detalles y le exageraba otras cosas,
midiendo la atención que producía en el auditorio. Podía pasar toda la noche
embriagándome con la historia, y luego inventando nuevas mentiras, mentiras
de todo tipo, sólo para demostrarme a mí mismo lo bien que las contaba. A
veces inventaba que era un abogado argentino, otras veces hacía creer a la gente
que venía de una familia de banqueros ecuatorianos. Dedicaba mis noches a
mentir, a inventar hasta perder la consciencia.
Una mañana, como a las doce, el teléfono me despertó. Tenía un dolor de
cabeza espantoso. Temblaba. Había pasado la noche convenciendo a un grupo
de turistas yanquis de que yo era andaluz y dueño de un tablao flamenco. Al
levantarme, encontré manchas de barro por toda mi ropa. A saber dónde me
había revolcado. Contesté esperando que fuese Txema. Era Mankiewitz:
—Viejo, no le has mandado al hijo el libro.
—No se lo voy a mandar.
—¿Lo has pensado bien?
—Lo he pensado perfectamente. Es un hijo de puta. Y voy a publicar ese
libro para que lo sepa el mundo.
—¿Vos sabés con quién te estás metiendo, boludo? ¿Tenés una idea?
Miré a mi alrededor. La casa estaba cubierta de polvo. Una pasta verde
empezaba a acumularse alrededor del váter.
—No puede quitarme nada, simplemente porque no tengo nada que
perder.
—No necesito contarte justo a ti de dónde viene esta gente, ¿verdad? ¿Vos
creés que no son expertos en ver qué te pueden quitar? Llevate bien con ellos,
viejo. Es lo mejor para vos. Yo lo digo pensando en vos, nada más.
—¿Sabes lo que le hicieron a Diana? ¿No eras amigo de Diana, tú, cabrón?
—Por favor, no me vengas con sentimentalismos. Escucha: Diana no estaba
bien de la cabeza. Tenía un odio enfermizo, y sólo podía mirar la realidad a
través de él. Sabe Dios qué te habrá dicho, pero no creas que todo es verdad.
—¿Ahora vas a decir que estaba loca? ¿Ahora me vas a decir eso a mí, que
la conocía tanto?
—¿Creías que la conocías? ¡Ni siquiera sabías que estaba enferma! Y no es
tu culpa. Nadie conocía a esa mujer. Nadie sabe qué pensaba de verdad. Y por
cierto, nadie sabe de dónde sacás vos todas esas conversaciones entre Luciano,
el jefe de la CIA, el padre… No pretenderás que todo eso es cierto, ¿no? Tiene
una base cierta, supongo. Pero son diálogos muy comprometedores como para
inventártelos alegremente.
—No le voy a mandar ese libro al mafioso del hijo.
—Bueno, es tu problema, boludo. Espero volverte a ver. Chau.
«Espero volverte a ver.» ¿Era una amenaza eso? ¿Había hablado con el hijo?
¿Estaban dispuestos a hacerme algo? ¿A mandarme a un sicario o algo así? No
era posible. Recordé al congresista dominicano asesinado. A Jesús Gómez
advirtiéndome de los peligros. Al gringo Mitchell que se quejaba de las balas en
su barrio. Por otro lado, el gringo también había mencionado que Diana estaba
loca. ¿Y si era cierto? ¿Y si toda su carta era sólo producto de un delirio? ¿Cómo
saberlo? Seguramente sus hijos tenían una versión diferente de la historia.
Cuando las interpretaciones se vuelven irreconciliables, la realidad se anula. No
hay verdad.
En todo caso, sí había cosas que yo podía averiguar. Cuestiones jurídicas.
Necesitaba una asesoría legal. La ley es una ficción más. Si toda esa familia no
estaba presa y yo no estaba deportado, era porque toda la ley era de mentiritas,
en cualquier país. Llamé a mi abogada y le expliqué la situación. Le ofrecí
pagarle un porcentaje de las ganancias del libro, pero sólo si había dinero de
por medio. Aceptó.
—¿Qué medidas pueden tomar legalmente contra mí si…, tú sabes, si
publico el libro?
—Bueno, te pueden demandar por injuria, difamación, delito contra la
intimidad…
—Pero tengo las grabaciones de ella diciéndolo todo.
—Pero no la autorización escrita para publicarlo. Ellos tienen todas las de
ganar, a menos que tu editor quiera correr con el riesgo.
Pensé en Txema. Comprendí que no, que él no correría con ningún riesgo
por mí. La abogada siguió hablando con su cigarro mentolado:
—Aunque, por lo que me dices, esta gente no se va a tomar la molestia de
demandarte. Te van a romper las piernas directamente, o algo peor. (Santiago Roncagliolo)