“Mirándola desde el umbral del comedor, la escuálida matita de hojas verdecacao parecía dejarse succionar por un gigante fuelle de 48 mil kilómetros carajo de una geografía tropical que acabaría estéril por la capacidad de saqueo de sus “principales” habitantes.”

Así arranca,  en el segundo párrafo,  la voz omnisciente de “500 años de zoquetá”, novela escrita por Fermín Arias Belliard, mi padre. Habla en nombre de su alter ego, Sandolí Severino, quien a su vez es asaltado por su propio alter ego, conocido a lo largo del texto como Mimín.  La novela, publicada en agosto de 1993, es un texto olvidado que bien merece una segunda edición, aunque sólo sea para que quienes saborearon su inigualable estilo y manera de retratar la vida cotidiana y sociopolítica nacional, vuelvan a hacerlo, y quienes no conozcan la obra, lo hagan. Mi hermano José y yo se lo debemos a ese hombre que fue nuestro padre y que de no haber fallecido cinco años atrás, un día como hoy estaría cumpliendo sus 85.

Pero ¿quién era Fermín Arias Belliard? Un ser muy extraño realmente. De niña, lo recuerdo sentado horas muertas en su mecedora, la cabeza postrada contra el espaldar, los ojos cerrados, como en otro planeta. Yo me quedaba mirándolo. ¿Qué tanto piensa? ¿Le pasa algo? ¿Está triste? De repente, él abría los ojos, tomaba la libretica y el lapicero que acostumbraba a llevar consigo, y se ponía a escribir con esa letra apresurada y altisonante, si es que este último adjetivo le cabe a un estilo libre y expresivo de caligrafía.

Toda mi  vida la pasé viendo a mi padre llenar montones de libreticas con las ocurrencias que brotaban repentinamente de su cabeza. En una ocasión, tuvo que ser intervenido quirúrgicamente. La operación se complicó, por lo que fue ingresado en cuidados intensivos. Su situación era gravísima, tanto, que cuando lo vi postrado, con el rostro demacrado, sin poder hablar y lleno de tubos por doquier, pensé que moriría. Debido a eso, me quedé durmiendo en una silla de la sala de espera, por si se presentaba alguna emergencia. Y así fue. Una noche, la enfermera a cargo me despertó de mi incómoda duermevela. Decía que mi padre estaba muy inquieto, que murmuraba algo que ella no lograba entender. Entré corriendo a la sala de intensivos, casi segura de que se aproximaba su fin. Cuando estuve frente a mi padre, sus ojos se avivaron, y mediante distintas señas me hizo saber lo que con tanta urgencia deseaba: que le pasara su lapicero y su libretica, pues necesitaba escribir algo.

Y así fue siempre, un escritor a quien el periodismo le dio la gran oportunidad de serlo, sin culpa. Su columna “Bocadillo”, publicada durante décadas en periódicos como “La Información”, “El Sol”, “El Nacional”, “El Siglo”,  entre otros, queda como testimonio de su genial escritura de humor, en la que retrató las penas y alegrías del transcurrir dominicano.  Su columna radial “Con pique y sin pique”, transmitida por Radio Popular (creada en la década de los 80 y que estuvo escribiendo hasta su fallecimiento en el 2008), llegó a crear un toque de queda en la preferencia de los choferes de carro público en la ciudad y los labriegos del campo, así como en el gusto de intelectuales y colegas.

Era que tal vez, mi querido padre no tenía otra manera de canalizar eso que él llamaba “tristeza social”, especie de sensibilidad exacerbada que arrancaría en su adolescencia transcurrida durante los años de la tiranía trujillista. Pero nadie mejor que Fermín Arias Belliard para describirlo. Los dejo con este párrafo de “500 años de zoquetá”, sin lugar a dudas, una novela excepcional:

“En los años en que los enamorados se masturbaban en una mecedora, había la ironía de un torvo pantalón portando un hombre que se apretaba los pantalones en la cintura indefensa de los pueblos y los campos hasta sangrarlos; era entonces el color de la sangre el cuadrito que había que poner en el seto de las casas para testimoniar que en esta casa el dolor de una Era era el jefe. Significaba para Sandolí el haber conocido los albores de una tristeza social que llevaría de por vida…”