En sus cuadernos de notas a las Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar cita una frase clave de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”. Leyendo el primer volumen de las memorias de Monseñor Agripino Núñez Collado, Ahora que puedo contarlo…, me vino a la mente esta frase pues, en las primeras páginas de su libro, Monseñor Núñez hace una confesión que retrata de cuerpo entero al sacerdote, al educador, al líder universitario, al administrador, al hombre de Estado, colocado en las antípodas del Adriano de Yourcenar, por -y en- su fe, mística, convicciones y accionar. Al comunicarle el comandante de la policía de Santiago de los Caballeros durante la revuelta estudiantil de 1971 en la Universidad Católica Madre y Maestra que, para sus viajes a la Capital, podía contar con seguridad especial, el entonces ya rector de la universidad que regiría por 45 años confiesa que, al día siguiente que tenía viaje para la Capital, no la utilizó “porque estaba seguro de que iría conmigo la Divina Providencia” (p. 29). Esa seguridad, esa fe inquebrantable en Dios, es lo que marcan la vida de un hombre que revela del modo siguiente lo que muchos que hemos tenido la suerte de haber podido trabajar a su lado podemos testimoniar: “Como siempre, el Señor me ha concedido luz para discernir, fuerzas para resistir y el apoyo de sectores conscientes de la sociedad” (p. 151).

Hay otro rasgo fundamental de Monseñor Núñez Collado pocas veces resaltado: su radical humildad. Esa característica personal queda manifiesta en la respuesta que le da al comandante que le ofrece protección personal en la ocasión antes señalada: “Le agradezco la gentileza de la información y transmítale mi gratitud al jefe de la Policía, pero no podría andar en la Universidad caminando como me gusta hacerlo, ni conversar con los estudiantes, acompañado de seguridad, y mucho menos puedo celebrar la misa con custodia del servicio secreto” (p. 28). Quienes estudiamos en la hoy pontificia universidad podemos recordar a Agripino caminando por el campus, plenamente accesible y, tal como lo consigna en sus memorias, conversando con los estudiantes y preguntando sobre sus carreras, planes y el desenvolvimiento de la universidad. Tan humilde Monseñor que, siendo Adriano Miguel Tejada director de la Revista de Ciencias Jurídicas de la universidad, y perteneciendo este columnista como estudiante a su consejo de redacción, el rector prestaba muy gustoso los salones de rectoría para las reuniones del equipo de la revista. Aunque debo de decir que sospecho que, en parte, ese comportamiento del rector era motivado por su convencimiento de la importancia de la carrera de Derecho para la consolidación de una sociedad desarrollada y democrática. Como él mismo confiesa, la decisión de que Derecho, junto con educación, fuese la primera carrera de la universidad se debía a que “si el país se va a desarrollar, sobre todo en el aspecto democrático, se necesitan abogados bien preparados, en tanto había conciencia de que un sistema de justicia respetado y respetable no podía existir sin contar con verdaderos juristas” (p. 127).

Estas memorias darán mucho que hablar. Como es natural, muchos lectores centrarán su atención en la extraordinaria y tan necesaria labor de mediación política y social desplegada por quien con mucha y justa razón ha sido denominado “Monseñor Dialogo”. Pero lo que más me cautiva de este primer volumen, que recuenta la vida de Agripino hasta 2004, es cómo muestra el ingente y continuo esfuerzo de un grupo de personas, de hombres y  mujeres de la Iglesia, de empresarios, de académicos, principalmente de Santiago, pero también de todas partes del país y del mundo, bajo la égida de un rector y de un dedicado consejo de directores, por fundar y consolidar una universidad basada en la excelencia y comprometida con una misión social y nacional que todavía permanece y se despliega exitosamente. En estas memorias de Agripino, vemos al líder universitario, capaz de reunir en la universidad a los mejores decanos, directores, administradores y profesores y de convencer a los organismos internacionales de conceder ayuda financiera y apoyo técnico a un novedoso emprendimiento universitario. Pero más aun: en gran medida, vemos al hombre que fundó no solo una universidad, sino que sembró también la simiente de una clase dirigente, clase que ha sido eje fundamental de la transición y consolidación de la democracia constitucional en nuestro país.