Era difícil encontrar entre los dominicanos  de Monterrey alguien parecido a Juanín, un estudiante de economía que en realidad era estudiante de todo lo que estuviera a su alcance, un tipo especial, con una curiosidad y un afán de conocimiento insaciables, un enamorado de las ciencias políticas. Juanín era como una esponja, era una esponja, absorbía los conocimientos del medio que lo rodeaba como por contacto. Dicen que todo se lo aprendía sin darse cuenta, desde los nombres de las calles hasta los números de las casas. Pero esto puede ser una exageración.

Lo cierto es que no había otro personaje tan folclórico y arquetípico como él. No había otro igual, era único en su especie. Irrepetible, al igual que Dinápoles y Caonabito. En cambio los habitantes de la pecera, los llamados Jurones, se parecían un poco los unos a los otros. Felito y el Fraile se parecían y llegaron a ser cuñados. Alguien que se llamaba Hugo y otro que se llamaba Miguel Ángel se parecían.

Directorio de la revista Quisqueya fundada en Monterrey por Dinápoles Soto Bello

Dicen que Juanín apareció una mañana en el Tec, justo el día de las inscripciones, sin haber tenido tiempo de buscar alojamiento. Llevaba una maleta al hombro, y por la maleta y por su indumentaria llamó de inmediato la atención. Vestía —según se afirma—con un pantalón rojo y una camisa amarilla. Una vestimenta llamativa que imprimía color y una notoria distinción a su imagen. Sus paisanos lo reconocieron de inmediato como uno de los suyos y le brindaron ayuda con el asunto de las inscripciones, el equipaje, el transporte, el alojamiento en una pensión de la Calle Palestina.

A poco tiempo de su llegada se había hecho dueño de un caudal asombroso de datos políticos y geográficos. Conocía las poblaciones y los nombres de las principales ciudades del mundo y de todos los gobernantes de todos los países, y de todos, absolutamente todos los presidentes de México desde Guadalupe Victoria en adelante, amén de los gobernadores de los treinta y dos  estados, todas las fechas patrias los días de guardar. Sólo por divertirse (si acaso no es un mito, otra exageración convicta del narrador) recitaba de memoria y por orden alfabético los nombres y apellidos de los peloteros de grandes ligas y de los cuatro equipos de pelota dominicanos.

A su fama de erudito o memoriógrafo se le sumó fama de estrambótico en el vestir, una fama larga y justificada. Para ir a los bailes usaba el mismo pantalón de pana, el mismo saco sport de cuadros, la misma camisa blanca y una corbata a rayas que se ponía y se sacaba  por la cabeza para perpetuar el nudo.

Muchos lo recuerdan todavía dando como quien dice charlas en la zona del campus del Tecnológico que los dominicanos llamaban El Consulado porque era el lugar donde se reunían en el poco tiempo libre.

Juanín adoptaba siempre una postura (su postura favorita al hablar o discursear) que consistía en abandonar el cuerpo a la inercia de la desgarbada longitud de su anatomía, y gesticulaba al mismo tiempo a la manera de los abogados sin empleo en la calle El Conde. Había que andarse con cuidado, pues era tan expresivo que cuando hablaba y gesticulaba podía sacarle un ojo a cualquiera.

Su manera de expresarse era siempre grandilocuente, y por lo regular se gastaba,  frases y títulos de lujo, o bien graciosamente burlonas o despectivas, al saludar a sus amigos. ¡Qué dice el distinguido enciclopedista? ¡Cómo se siente el futuro presidente de la República?, !Qué opina el  secretario general del buró de bebedores de cerveza de barril?

La  base de sus símiles y metáforas políticas era invariablemente el gobierno haitiano. Todo era o podía ser más obscuro que el gobierno haitiano, más lejos que el gobierno haitiano, más feo o más difícil o más enrevesado, caótico, decadente o truculento que el gobierno haitiano.

Entre Juanín y Monterrey hubo una relación de desamor a primera vista. No fue ni siquiera amistosa. Juanín y Monterrey nunca se gustaron. Durante su breve estadía fue miembro honorario de Los Patriotas, el grupo que siempre se quejaba de la ciudad. Continuó sus estudios en Canadá y es probable que el frío le daría alguna vez razón de arrepentirse por haber abandonado Monterrey.

Alguien que compartía con Juanín y los Patriotas su antipatía por Monterrey, y que se destacaba al mismo tiempo por su privilegiada inteligencia era el llamado Rafuchi. Rafuchi era un personaje, todo un personaje simpático y alegre, que se hacía querer de inmediato por su carácter extrovertido y jovial. Nadie le igualaba haciendo chistes, unos chistes explosivos de apaga y vete, contados de una manera tan vehemente y graciosa que nos hacía ahogar de risa.

La llegada de Rafuchi al Tec fue todo un acontecimiento. Rafuchi, al igual que Juanín, no era parte de los becados, y nunca se sintió a gusto—como ya se dijo— con Monterrey ni el Tec, pero empató amistosamente  con la mayoría de estudiantes y profesores.

Se dio, pues, a conocer por su modo de ser y su excelencia académica, por su inteligencia fuera de serie. Una inteligencia muy fuera de serie. Rafuchi era quizás el único que no tomaba apuntes en clase. Se mordisqueaba despiadadamente las uñas, lo que le quedaba de uñas, y entendía al vuelo las lecciones del profesor. A la salida del curso solía conversar con otros estudiantes que le pedían explicaciones. Siempre tenía tiempo para aclarar cosas que para ellos habían quedado a oscuras y a veces les decía, "Pero sí está todo clarito y además está en el libro", pero para los demás todo quedaba muy oscuro.

Le preguntaban, a menudo,  "Cómo le haces, mano, si ni siquiera tomas notas y lo entiendes todo". Él decía que precisamente por tomar notas no entendían lo que decía el profe y que se fajaran con el libro, que era el mejor maestro, pero no convencía a nadie. Muchos no entendíamos el libro ni al profesor y ni siquiera los apuntes que tomábamos en clase. Algunos llegaron a pensar que el secreto de la inteligencia de Rafuchi tenía que ver con su costumbre de

comerse las uñas y algunos comenzaron a comérselas, pero sin resultado aparente. Lo cierto es que, cuando Rafuchi se disponía, entre una explicación y un chiste muchas veces hacía comprender todo a sus condiscípulos. Algunos entonces exclamaban, "Me lleva la chingada, mira nomás que fácil".

Sus estudios los terminaría finalmente en  Roma, una ciudad que amó como sólo se puede amar a Roma. Los que lo conocieron y apreciaron mientras vivió recordarán ese modo suyo de ser tan  explosivamente  especial de contar chistes y explicar los secretos de la más intrincada matemática, la forma neurótica, obsesiva, con que se comía o se mordía despiadadamente las uñas.

Otro personaje notable, uno de los que vivía en la pensión del segundo piso de la Calle Palestina, junto a Juanín, el Comandante y algún otro que no recuerdo, era el llamado Caonabito. El célebre y celebrado Caonabito, alias el Trípode, una especie de Don Juan en miniatura del cual se ha dicho algo en estos escritos y se hablará con precaución más adelante.