Dinápoles era y sigue siendo un personaje fuera de serie, único en su especie. El día que nació se rompió el molde y ya no hacen gente como él. Un auténtico cristiano, un inmejorable ser humano, que inspira cariño y ternura como un osito de peluche, un excelente matemático con una vena lírica y traviesa, un cordero de Dios que no quita los pecados del mundo (y que además los comete o cometía de vez en cuando). Un cordero que compartía un apartamento con tres lobos nada feroces, pero igualmente traviesos.
Las bromas eran, pues, habituales en aquel apartamento del Edificio Montemayor, pero la que le hicieron a Dinápoles hizo historia porque el tiro salió por la culata. Los que fueron por lana, la lana del ovejuno Dinápoles, salieron metafóricamente trasquilados.
La versión de Gil Mejía coincide con la de Dinápoles casi por completo, pero difiere en algunos aspectos y tiene un mayor lujo de detalle.Todo comenzó con una de tantas apuestas, un sábado por la noche, mientras estaban reunidos para cenar.
—Aquella apuesta —cuenta Gil Mejía—la hicimos Dinápoles,
Michael, Gustavo y yo una noche: el que primero se acostara perdía y el siguiente sábado tenía que pagarle a todos los demás una noche de cine, cena, cervezas, transporte y todo lo que viniera como consecuencia de las cervezas.
Hasta ese punto todo era legal y parejo, pero como Dinápoles era generalmente el que más aguantaba estudiando y el último en dormirse, los demás se confabularon en su contra. Gil Mejía se cura en salud y atribuye la iniciativa a Michael y Gustavo:
Michael era un conspirador impenitente —dice Gil Mejía— y Gustavo también. Pero además, por las venas de Gustavo corre a raudales sangre española que –según Gil Mejía— no es cosa buena. El hecho es que ambos plantearon que la persona a la que debían doblegar era Dinápoles y lo invitaron a Gil Mejía a unirse a una conspiración, una trampa, un ardid para hacerlo caer y poder irse todos a dormir temprano. Gil Mejía cuenta que se unió gustoso a la conspiración y que participó alevosamente en la compra de un fuerte somnífero en la farmacia Benavides o en la San Rafael. Lo disolvieron en un plato de Corn Flakes, invitaron a Dinápoles a darse un banquete para “coger fuerzas” y Dinapoles cayó en la trampa. Al poco rato cambió de lugar, salió de su cuarto y se sentó en la mesa del comedor. Fue al baño y metió la cabeza en el chorro del lavamanos, no se explicaba lo que estaba sucediendo, pero tampoco sospechaba nada. En lugar de estudiar, se puso a hacer un reporte de laboratorio. El tiempo seguía pasando y Dinápoles no caía. A eso de las 2:30 Gil Mejía ya no podía con su cuerpo y organizó un plan alterno. De alguna manera calculó que a Gustavo no podría engatusarlo y escogió a Michael como víctima.
—Lo llamé —dice Gil Mejía— para que viera algo desde el balcón (etapa a), luego lo acompañé a su cuarto a conversar y me senté en su silla, así él tendría que sentarse en su cama (etapa b), luego se recostó un poco (etapa c), después dejé de hablar por un rato (etapa d) y al poco rato ya tenía a mi presa en brazos de Morfeo. Dinápoles, Gustavo y yo levantamos un acta de la caída de Michael. Cuando le conté a Dinápoles lo que le habíamos hecho, se rió muchísimo, pero tampoco podía hacer otra cosa, ni siquiera protestar porque no tenía fuerzas para hacerlo. Michael pagó la apuesta, pero no tuvo que gastar mucho pues nos portamos bien la noche que salimos y volvimos temprano a la casa.
Unos años años después, Gil Mejía regresaría de Monterrey a Santo Domingo coronado de gloria académica, con un flamante título de ingeniero y en compañía de una flamante esposa y dos preciosos niños… Pero eran todos ajenos. Ni la esposa ni los hijos eran suyos. Pertenecían a otro egresado del Tec a quien llamaban el Fraile. Gil Mejía cuenta esa historia en sus escritos y advierte que se trata de una “joya personal”, una anécdota que, aparte de su familia, pocas personas conocen.
Al Fraile le decían así porque había pasado unos años en el seminario y hubiera podido llegar a ser papa o por lo menos cardenal, pero desistió del empeño, colgó los hábitos (aunque no necesariamente todos) y se fue con una beca a estudiar ingeniería a Monterrey, donde se destacó como excelente estudiante. También tuvo la suerte de conocer a una hermosa güera mejicana, parecida a Renée Zellweger, con la que se casó y sigue casado. Recuerdo que tomé unas fotos a su primer hijo, cuando era un bebé de pocas palabras y ni siquiera me dirigió el saludo.
Cuando nació el segundo hijo —según cuenta Gil Mejía en sus escritos— el Fraile había regresado al país y tenía compromisos de trabajo, pero se las arregló para estar en Monterrey por unos días y asistir al nacimiento de la criatura. Unos meses después, cuando la madre y y sus hijos se preparaban para venir a Santo Domingo, ocurrió algo providencial. El viaje coincidía con el retorno triunfal de Gil Mejía, y desde luego, de inmediato le pidieron que por favor los acompañara y asistiera durante el vuelo al país. Gil Mejía aceptó, por supuesto, y estaba por demás encantado.
El aeropuerto de Santo Domingo era en esa época un cuchitril y los pasajeros descendían del avión a la pista y tenían que caminar hacia la terminal bajo el sol o la lluvia. En la terminal había unas grandes vidrieras desde donde se podía observar todos los detalles del desembarco y allí esperaba, con gran alborozo y contento, la familia de Gil Mejía. La esposa del Fraile cargaba a su bebé en los brazos y Gil Mejía, a su lado, llevaba de la mano a su niño de dos años. Es posible que la familia de Gil Mejía pegara entonces un doble grito de júbilo. Volvía graduado, con una linda esposa y dos niños preciosos. Todo se aclararía después de pasar por los engorrosos trámites de aduana, pero la alegría siguió siendo la misma. Casi la misma. Los familiares de Gil Mejía dispensaron todo tipo de gentilezas a la joven mujer y los niños y les brindaron alojamiento en su propia casa durante unas horas, hasta que el Fraile vino a buscarlos desde Santiago, rebosando felicidad por todos los poros.
Poco tiempo después Gil Mejía conseguiría trabajo en la UASD, la universidad estatal, al igual que Dinápoles y otros. Allí se aplicó en cuerpo y alma, como sólo él podía hacerlo, a organizar o fundar el Centro de Cómputos, a imponer un orden y disciplina que en poco tiempo comenzaron a dar frutos, pero también a despertar envidias y recelos. El llamado Partido Comunista de la República Dominicana, el infame PACOREDO (el mismo en el que militó Danilo Medina) lo acusó de ser agente de la CIA o de la AID y eso fue el principio del fin. Gil Mejía se enfrentó a las calumnias con valentía, y con apoyo de Hamlet Hermann, pero al poco tiempo se vió precisado, junto a otros de los mejores egresados del Tec, a emigrar a la Universidad Católica Madre y Maestra…