Ya lo dije en el primer capítulo de esta serie y puede que lo vuelva a decir y no me importa.
Dije que desde que llegaron aquí, a Monterrey, los dominicanos se hicieron notar. Nada más sufrir las primeras novatadas se organizaron en bolas de montoneros y novatearon a los veteranos. La mera verdad (afirman los habladores), los madrearon, los cubrieron de brea y plumas, los arrojaron en pleno invierno a la alberca, los guindaron imaginariamente por las pelotas. En consecuencia, todos o casi todos fueron llamados a capítulo, reprendidos severamente. Los miembros de la comisión disciplinaria recuerdan lo difícil que se hacía encontrar una fórmula para sancionar a tantos estudiantes de nuevo cuño. Al final dieron con una solución salomónica y se prohibieron las novatadas, algo típico de una institución que tiene por símbolo y mascota a un borrego.
Recuerdo que también dije —y ahora vuelvo a repetir— que los dominicanos que fueron a estudiar a Monterrey en los años de 1960 provenían de todos los estratos sociales, que formaban un grupo heterogéneo, que había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universitarios, y que la beca les cambió radicalmente la vida.
Dije que uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirse en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino y se convirtió en ingeniero, pero nunca dejaría ser músico.
Dicho de otra manera —que viene siendo más o menos la misma—, Willians Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra. Tenía una inteligencia despejada que, sin embargo, no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen.
En Monterrey —como escribí en el relato Noche sin fondo—, Willians se adaptó como pez en el agua en todos los ambientes que había conocido, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otros géneros musicales menos gastronómicos.
En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.
Casi todos, sin contar a William, se vieron en serios aprietos económicos. William se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de El manicero.
Todo este repetir de repeticiones, y lo que seguirá más adelante, tiene por objeto construir, diseñar un boceto de este ser multifacético, que interviene a cada momento en mis relatos, a veces contra mi voluntad, me hace perder el hilo, me desorienta, me obliga a cambiar de tema.
Recuerdo, por ejemplo, claramente, el día que William se apareció en el colmadón de los furufos, en medio del relato homónimo que estaba escribiendo o viviendo, y en presencia de Bonilla, de Barón y Gustavo, de Agustín y otros cuates, y no tuve más remedio que incorporarlo al guión.
Llegó con su acostumbrada bonhomía a flor de piel, saludando a boca de jarro y en voz alta. Bonilla había hecho un brindis en ese momento, el típico brindis de Bonilla, dedicado a todos los miembros del grupo, con el brazo levantado a manera de antorcha y había dicho en tono solemne:
—Los quiero con carácter retroactivo…
En eso vio venir a William y volvió a levantar el vaso como una antorcha y la atmósfera se tornó incendiaria, incandescente, al tiempo que decía:
—A ti también te quiero con carácter y efecto retroactivo, un vaso y una silla para el ingeniero.
William estaba indignado y feliz como una pascua. Empezó a hablar mal del gobierno, de todos los gobiernos y los funcionarios de los gobiernos. William es un tipo expansivo, habla hasta por los codos y con los codos, habla hasta por los ojos, habla por señas y por telegrafía. Gesticula de tal manera que a una cuadra de distancia puede uno saber de qué está hablando, sobre todo cuando habla de sexo. Y al poco rato, en efecto, se olvidó del gobierno y comenzó a hablar de sexo, del encuentro con una enfermera posiblemente imaginaria.
Comenzó a describir con las manos su anatomía, su cuerpo de guitarra, la acarició, la besó, emitió unos sonidos guturales y finalmente la desnudó a la enfermera imaginaria y la tendió sobre la mesa imaginariamente desnuda y se la empezó a comer por el ombligo como un pastel de cumpleaños, cometió relaciones imaginariamente sexuales y raudo como vino se marchó al improviso, hablando mal del gobierno, de todos los gobiernos.
Me parece recordar que William iba y venía siempre de prisa. Parecía sentirse incómodo si se quedaba mucho tiempo en algún lugar.
De la misma manera, siempre me pareció que William se sentía incómodo en las fiestas cuando no era él que tocaba. Por lo general bailaba un par de piezas, hablaba con amigos, tomaba un par de tragos, y poco a poco, de alguna manera discreta, se iba acercando a los músicos, entablaba amistad con ellos. Lo suyo era tocar, no bailar, y hasta que no lo conseguía merodeaba inquieto alrededor de la tarima donde actuaba el conjunto, y en el momento en que menos lo pensabas estallaba la trompeta, el inconfundible toque de trompeta de William Jerez y el manicero se va.
Muchos lo recuerdan en la noche sin fondo de tantas correrías, a bordo del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, en el asiento trasero, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría y William sonreía bajo la luz cobriza de la Calzada Madero.
Bajo esa misma luz he querido zurcir estos retazos, esta repetición de repeticiones, para recordar con alegría a un viejo amigo que sólo con alegría merece ser recordado.
William con la trompeta en la mano, tarareando una melodía, manicero, el manicero se va. William acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. La noche sorda de Monterrey creciendo, el viento frío que comenzaba a apretar y la trompeta de William que empezaba a sonar. Maní, maní, eternamente maní, el manicero se va, eternamente maní y eternamente hasta siempre al querido amigo.