Ya sé que más o menos lo he dicho y repetido en estas notas, esta especie de diario sentimental y aguado, estas memorias dulces de la muy ilustre y chingona ciudad de Monterrey, pero lo cierto es que había un poco de todo entre los dominicanos que allí estudiaban en los gloriosos años de 1960. Había en verdad para elegir y digerir. Había bohemios y abstemios, había tarados y genios, había santos y santones y variedad de diablos y diablillos y diablejos. Un despelote de madre.
Recuerdo que había también un grupo muy pequeño de chicas apacibles, reservadas, conceptuosas y frondosas (taciturna una de ellas), a las que todos respetábamos y queríamos. Recuerdo vivamente a una hermosa pañameña que compartía con las dominicanas un apartamento de la Calle Palestina de la Colonia Roma: un destello de luz en la memoria. Recuerdo también que en ese grupo había otra luz, una llamada Luz y Carmen que parecía protagonista de una novela de Corín Tellado y que dio origen a una romántica leyenda. Recuerdo, además, a una diligente güera luminosa a la que todos llamaban la Güera. Recuerdo, desde luego, a la taciturna, que representaba una especie de equilibrio. La Norma a seguir.
Pero lo que más recuerdo o me gusta recordar es que entre los miembros de la raza había algunos tan enamoradizos que no respetaban ni las faldas de las montañas, eran inestables y resbaladizos, como suelen ser los estudiantes. Los amores de estudiantes que al decir de la canción (como ya he repetido algunas veces) flores de almendro son. Que hoy un juramento, que mañana una traición o que más nos dura una flor que un amor… En fin, lo que dice el oboe de Petite Fleur. Lo mismo que decía Antonio Prieto. Fugacidad del amar.
Había, en cambio, otros estudiantes que eran como el tequila reposado, que estaban ya casados, incluso con mejicanas, casados tan casados y tan serios que ni miraban a otras mujeres o las miraban de soslayo, con un ojo curioso y otro precavido. Sufrían de monogamia, una enfermedad como cualquier otra, aunque muy poco contagiosa, por suerte. Nada más se dedicaban a ser fieles y honestos, a estudiar y cumplir deberes, a graduarse con honores, que para eso habían venido o los mandaron y para ellos era la mejor manera de divertirse. De que los hay los hay, dicen en México. Y uno de ellos era y sigue siendo Luis Arthur.
El día 4 de septiembre de 1963, Luis Arthur llegó aquí a esta ciudad que nunca había oído nombrar, Monterrey, Nuevo León, capital no declarada del norte de México, con una beca para estudiar ingeniería en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores, el TEC. Las clases habían empezado el día primero, así que todo en principio fue un dejar maletas en la residencia estudiantil, inscribirse, escoger materias, recibir la lista de libros, materiales didácticos, reglamentos escritos. Rigurosamente escritos.
El cambio sería brusco. Costumbres diferentes, comidas diferentes, casi siempre picantes. Clima de zona desértica, como un fuego cruzado, con calores de infierno en verano, frío y lluvioso en invierno, un invierno inconstante. Ya lo he dicho y repetido.
La disciplina, sin embargo, era constante, exámenes mensuales, exámenes de sorpresa, tareas diarias, constantes, horas de estudio constantes. Allí no había muchas segundas oportunidades. Si te quemabas o tronabas una materia podías repetirla el próximo semestre o en los cursos de verano, si tronabas de nuevo entrabas en la categoría de estudiante condicional. Si volvías a tronar, era el fin de tus días como estudiante del TEC.
¡De la patada, mano! Nada más diferente de lo que había conocido en la isla. Sin embargo, Monterrey fue para Luis una bendición, la bendición de su vida. No sólo realizó una carrera exitosa que le permitió una existencia honesta, sin aprehensiones económicas, sino que también conoció a su compañera, la que sería su esposa. La dulce y estoica Adela.
Originalmente había solicitado beca para Alemania, un país que admiraba. "Dios torció mi camino —escribió Luis en una ocasión— y en algo lo contrarió, pero Él sabía donde estaba mi felicidad y donde quedarían mis cenizas". Había venido a Monterrey por cuatro años, pero se quedaría aquí casi toda la vida, a intervalos entre Santo Domingo y Monterrey, y se quedaría posiblemente toda la muerte.
De sus muchos años de matrimonio dijo una vez: "Aunque ya no nos ablandamos al primer hervor, tenemos buena salud y mejor ánimo, y le damos gracias a Dios por habernos conocido, haber podido compartir toda una vida y estar aún enamorados".
Otra historia de amor de la que mucho se hablaba (la más tierna, quizás, y más extraña historia de amor, o mejor dicho de desamor, entre los estudiantes dominicanos de Monterrey), tuvo un desenlace a oscuras, en una noche sin luz.
Esa noche fatídica se produjo un apagón, que era cosa muy rara en Monterrey, y los macheteros de Los Grises interrumpieron a desgano los estudios, es decir, su ocupación favorita. Machetear, estudiar sin tregua para cumplir con las exigencias de los profesores del pinche TEC.
Uno de ellos, uno de los más brillantes entre todos los macheteros, estaba inconsolable, intranquilo, fuera de sí. La oscuridad no le daba sosiego, no le daba reposo. Le faltaba la luz más que el aliento. Alguien encendió unas velas para tratar de calmarlo y el resultado fue contraproducente. Él buscaba otra luz, una luz metafísica, pero nadie lo entendía, no parecía entenderlo. El verdadero problema consistía en que el apagón eléctrico se había sumado a un apagón sentimental. Esa tarde se habían roto sus amores con la hermosa y amada luz de su vida (la única en esos momentos), y más que ruptura era una quiebra que lo había dejado en la insolvencia, desolado en extremo, casi como quien dice pobre de solemnidad. Desconcertado y desconcentrado.
A pesar de todo, intentó por un momento seguir estudiando, perseverar, sin éxito, en el difícil empeño, y sintió que los nervios se le crispaban. Abandonó entonces los libros, que de ninguna manera lograba leer en el temblor de la lumbre (la inquieta llama de las velas) y se paró frente a la ventana a rumiar su desamor, emitiendo quejidos como los de aquellos condenados al pasar por el Puente de los suspiros en Venecia.
El suyo era un sufrimiento por partida triple, un triple apagón. Un apagón eléctrico, un apagón amoroso y un apagón financiero porque el dinero de la beca había dejado de fluir hacía unos meses, desde la ocupación del país por tropas yanquis en el mes de abril de 1965.
Ahora él buscaba la luz por todas partes. Tenía hambre de luz, un luminoso antojo de luz para su alma. Pedía luz en voz alta. Y de repente le pareció ver una luz enfrente y preguntó a voz en cuello si había una luz enfrente. ¿Hay luz, acaso hay luz enfrente?
Dicen los más locuaces que los demás macheteros corrieron en su auxilio, pensando que el cofrade había perdido la chaveta, pero sólo clamaba por su amor a gritos, clamaba por su luz. La luz de enfrente, que anidaba en su corazón, que era la luz de sus ojos, luz de vida. Pero ninguno lo entendía. Dicen que alguien fue a su habitación a buscar un foco, una linterna, que el agraviado rechazó tajantemente. Dicen que otro fue a la cocina a buscar una lámpara de queroseno que también fue rechazada. Ninguno lo entendía. Pedía luz a gritos, pero rechazaba el foco y la lámpara de queroseno, y cuando la luz eléctrica volvió, al cabo de pocos minutos, siguió pidiendo luz y nadie podía entenderlo.
La familia que habitaba el apartamento del piso superior se estremecía al oírlo. Durante años se corrió la noticia, convertida en leyenda, de un estudiante dominicano tan aplicado que se desesperaba a gritos cuando un mínimo apagón o cualquier otro incidente interrumpía o afectaba su tarea.
Sin embargo, hay quien afirma que parte de lo que aquí se cuenta podría ser otra mentira o una calumnia o una simple exageración del narrador. De alguien que acostumbra escribir mentiras y hasta le pagan por eso.