Después de una larga, denodada y agotadora lucha -que debía ruborizar a las instancias gubernamentales- y después de los muchos forcejeos y de los acuerdos previos a las elecciones generales, finalmente, el gobierno destinó el 4 por ciento del Producto Bruto Interno para “la Educación” (sospecho que el término ha adquirido recientemente una elasticidad pasmosa) que está lejos de ser lo suficiente y ni siquiera es lo indispensable.

Con sus limitaciones, habidas y por haber, se trata de una gran reivindicación, conquistada por quienes se comprometieron y salieron a las calles a reclamarla -a pesar de la represión del gobierno- y que es extraordinariamente valiosa, aunque solo sea por la experiencia del accionar colectivo, en una encomiable dirección común.

Sin embargo, los profundos y complejos problemas del sistema educativo están lejos de haberse resuelto. Solo se ha dado un primer y tímido paso.

Días atrás, el sociólogo Víctor Ruiz, comentó en Facebook la noticia, publicada en el Listín Diario bajo la firma de Wanda Méndez, de que el 99% de los estudiantes dominicanos no pasó las pruebas nacionales del 2012 y mencionó el problema de una inapropiada selección de prioridades en los gastos del presupuesto de Educación, hasta ahora, centrado en la construcción de aulas.

De los 220,348 estudiantes que tomaron las pruebas nacionales en el período 2011-2012, solo 3,129 (el 1.4%) alcanzó, en la primera convocatoria, la calificación de 65 puntos o más, necesaria para aprobar, según lo publicado en El Listín. Definitivamente, el panorama no es muy luminoso.

Ese periódico citó informaciones proporcionadas por la Fundación Pensar y Crecer, presidida por el ex ministro de Educación, Melanio Paredes, quien de seguro sabe de lo que está hablando, ya que debió aportar al menos tanto como Alejandrina Germán a la hecatombe que describe.

No se cuántos quinquenios hace -tal vez son décadas- de la primera vez que leí un informe que indicaba algo que ya entonces era absolutamente obvio: el desatino de los gobiernos de Balaguer, que gastaba en la construcción de aulas, nunca lo suficiente para suplir el déficit, pero dándole prioridad a la infraestructura física sobre los contenidos y la calidad educativa, política que también se repetía en lo relativo a la cultura y al arte y a todo lo demás, igual que ahora. Es como si la consigna siempre fuera: Si hay atender algo, que sea al cascarón.

Ciertamente, la variedad de las urgencias de un sistema educativo que ha tocado fondo, no pueden ser más abrumadoras y es de temer, que con la distribución del presupuesto de Educación, se estén repitiendo viejas prácticas que nos han llevado al desastre que tenemos y que señaladas una y otra vez como errores, no han sido afrontadas con la voluntad política de resolverlas.

Del aumento en el presupuesto del Ministerio de Educación, aportado con los fondos del 4%, un 65% se ha destinado a la construcción y acondicionamiento de aulas, según la organización Educación Digna. Y está bien (seguro que lo único que abunda son los déficits), pero solo si las construcciones forman parte de un proyecto debidamente ponderado, responde a los estudios correspondientes y pronto se van a equilibrar las respuestas a las diferentes necesidades urgentes, sin volver a posponer la atención de los sujetos.

Uno de los pasos que el Presidente Danilo Medina y su equipo de gobierno deben dar de inmediato, tal y como lo tienen prometido, es el del considerable aumento en los salarios de los maestros, que todavía no se ha implementado en la proporción imprescindible.

El de los profesores ha sido tradicionalmente un sector profesional muy marginado. Es el momento de comenzar a resarcir esa injusticia, pero además es el momento de darle un poco de impulso a unos profesionales cuya inspiración, trabajo y aliento son indispensables para  activar y multiplicar los frutos del 4%.

Para fortalecer la disposición y los ánimos de quienes ya forman parte del proceso educativo y tanto aportan con sus conocimientos y experiencias, no puede ser más pertinente un justificadísimo aumento, significativo, que además haría un poco más atractiva para las nuevas generaciones, una profesión vital que hasta ahora solo ofrece un futuro en los bordes (si no es que en el eje) de la miseria.

No se está hablando de salarios de cientos de miles de pesos, como los de muchos funcionarios, congresistas y botellas; sino de sueldos que al menos cubran la canasta familiar y permitan vivir, no en la opulencia, pero sí con las necesidades básicas cubiertas.

Y no es solo por los maestros. Ser el Presidente, congresista o ministro de un país boyante de funcionarios prósperos, pero donde un profesor esté expuesto a un sueldo mísero y a una pensión inconfesable, debía dar mucha vergüenza.