"Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás"-Cecilia Morel, primera dama de Chile.

Lo sistemas democráticos en varios países de América Latina parecen haber entrado en una profunda crisis.  Chile, Perú, Brasil, Bolivia y el vecino Haití conocen situaciones inusualmente difíciles por diferentes razones, aunque se observan en todos ellos reclamos comunes y recurrentes. República Dominicana, con su crecimiento y estabilidad política envidiables, también podría entrar en el club de las naciones problemáticas de la región, visto el resquebrajamiento de la unidad de la principal agrupación política del país, la radicalización de las apuestas electorales, los elevados compromisos externos y los indicios de desaceleración económica que podemos advertir en las estadísticas oficiales.

La crisis económica, la corrupción e impunidad rampantes, el endeudamiento desmedido y los ajustes subsecuentes, con la carga siempre creciente de la pobreza en sus diferentes modalidades académicas, además del renovado elemento de los cuestionamientos a los procesos electorales, son los resortes que lanzan a cientos de miles de ciudadanos a las calles a reclamar sus derechos.

La gente se rebela sin necesidad de partidos orientadores ni ideologías, de los que millones parecen cansados. Las acaloradas marchas de protestas salen como por arte de magia de las redes sociales, apuntan a las decisiones de política que afectan de manera directa las condiciones de vida de la gente común y corriente, y tienen de común denominador una creciente y peligrosa desconfianza en la representatividad democrática, monopolizada en muchos casos por líderes “convencionales”, advenedizos y carreristas.

Aflora un cierto protagonismo militar que en Chile recuerda los conmovedores y brutales inicios de la dictadura de Pinochet. No olvidemos que el hoy reputado “modelo chileno” surgió de un gran baño de sangre y abominables excesos militares, abonados estos por la supresión radical de los derechos y libertades individuales, que es lo mismo que decir por la negación de la democracia.

La democracia arriba se defiende con los ejércitos y la democracia abajo sigue recurriendo empecinadamente a las urnas y a las protestas con el objetivo de enviar mensajes desalentadores a los políticos “convencionales” (los que el pueblo ha convenido en llamar “más de lo mismo”). Estos mensajes pueden resumirse en lo siguiente: ninguna fuerza política puede ya asegurar que llega para quedarse o perpetuarse indefinidamente en el poder, si no cumple sus promesas.

Como señala la columnista Cecilia González de RT Noticias “las sociedades castigan las crisis económicas. Se cansan de gobiernos con largos años en el poder. Cambian el voto. La polarización se recrudece”.

Todavía no afloran de manera clara las adherencias a ideologías -de manera difusa solo Venezuela y de manera indeterminada Bolivia- y predominan las pancartas impersonales que reclaman mudas la inmovilización del olvido y la desidia oficial: la marcha atrás de políticas que recrudecen en última instancia las calamidades materiales cotidianas de los votantes y encarnan en resumidas cuentas los intereses de ciertas cúpulas oligárquicas empeñadas en concluir su obra maestra de los dos últimos decenios: capturar al Estado.

La crisis de nuestras democracias se expresa básicamente en la ineficacia social de los arreglos institucionales con los de arriba y la incapacidad de satisfacer efectivamente las expectativas de los de abajo que ya no parecen conformarse con remiendos y paliativos. El resultado es la creciente insatisfacción y desesperanza de quienes ven llegar la adultez chapoteando en el mar de necesidades de los sombríos alrededores del crecimiento económico.

Es al mismo tiempo una crisis de carencia de valores. Los valores, como faros inamovibles del ser social, en muchos países fueron distorsionados, desplazados o descartados, como bien señala en uno de sus libros el eminente politólogo Sheldon S. Wolin.

Este elemento nodal de la crisis flota y se acrecienta entre las políticas de Estado de los grupos económicos y las cada vez más firmes aspiraciones de políticas democráticas de las mayorías electorales, entre el poder avasallador del lucro irracional y la fatiga crónica de la paciencia y esperanza de millones.

Deseamos vivir en democracia con capitalismo. Pero no puede hablarse de democracia en un capitalismo que desfigura literalmente a quienes producen las riquezas -que no son los accionistas de las empresas-, haciendo de sus derechos fundamentales una ficción constitucional. En realidad, si el pueblo debe ser la preocupación primordial de los gobernantes democráticos, ¿para qué seguir eligiendo a mandarines que sucumben claramente ante las redes corporativas y sus propios intereses?

El mencionado politólogo Wolin escribía que esta contradicción (que él llama “relación desigual”) no puede menos que producir desafiliación, rasgo inevitable, según él, del Estado postdemocrático y postrepresentativo. La desafiliación es una de las peores amenazas para la estabilidad democrática.

Desde cualquier arista que veamos el problema, la democracia que conocemos y padecemos debe pasar la prueba de serios cuestionamientos. Estamos a la esquina de la postdemocracia, en la acepción original de Colin Crouch. Pero la que pretendemos es una que no estafe la intención del voto de los ciudadanos. Debemos repensarla y mejorar sustancialmente los mecanismos básicos de su representatividad, resguardándola del crimen organizado, los pancistas vulgares, los empresarios glotones y la ignorancia vergonzosa.