Uno de los grandes imperativos del presente, y del futuro por supuesto, es la necesidad de encontrar la forma de conciliar los logros del crecimiento económico, alcanzado en algunos de los países del área y entre nosotros hasta comienzos del siglo actual, con una mejor y más equitativa distribución de sus frutos. Entre la aceptación de esta realidad y la voluntad para llevarla a la práctica, han mediado abismos insondables. 

Tal vez uno de los más grandes defectos nacionales ha sido siempre la carencia de voluntad política para realizar aquellas empresas que demandan sus propias necesidades, entendiendo ese defecto no  sólo como el fruto de decisiones y políticas gubernamentales, sino más bien como la falta de vocación general para acometerlas. Este es uno de los puntos, sin embargo, en que los políticos dominicanos lucen totalmente parecidos. Por lo general saben identificar las metas sin la misma habilidad para encontrar el camino de su búsqueda. La diferencia entre la inacción, que ha sido tradicionalmente la causa de muchos de nuestros males, y el correcto encauzamiento, es una voz de marcha dictada a tiempo. 

La gravedad de nuestros problemas hace ya un imperativo la toma de decisiones inmediatas, a fin de evitar consecuencias sociales peores de las que el pueblo se ha visto precisado a afrontar. La brecha entre la opulencia y la miseria ha seguido expandiéndose en el país, y acelerado a partir del proceso de devaluación que hemos estado sufriendo en los dos últimos años. Aquello de que habitamos una tierra de promisión, suena hueco a los oídos de cientos de miles de padres de niños famélicos, que anualmente nacen y mueren en medio de un ambiente de escasez absoluta sin oportunidades ulteriores. Ni siquiera en los períodos de crecimiento económico, hubo en este país avances en el mejoramiento de las condiciones de vida en sentido general. Incluso atravesamos una fase de empobrecimiento de la clase media verdaderamente trastornadora, con un deterioro de la calidad de vida de las ciudades, a causa de una crisis aguda en los servicios públicos. 

La penosa realidad nacional es que las conquistas en el marco político en varias décadas de ensayo democrático superan las obtenidas en el plano de la distribución del ingreso. Probablemente la inflación, la caída de  precios en los mercados internacionales de los productos básicos de exportación del país y otros factores ajenos a la voluntad y decisión de los gobiernos, hayan entorpecido el avance hacia un equilibrio más o menos aceptable de esta balanza de las realizaciones democráticas. Pero se impone por eso un esfuerzo más sostenido para hacer posible el ideal de reducir las enormes e inquietantes brechas sociales existentes. 

La sociedad dominicana no es la imagen de un conglomerado justo. Y la nación  está todavía, desafortunadamente, lejos de acercarse a ese ideal. Sin un mejoramiento de los niveles de distribución del ingreso será imposible aspirar a una paz duradera, dadas las graves desigualdades sociales características de la sociedad en que vivimos.