La cita era noche del 28 de diciembre de 2019 en la Ciudad Colonial, y supuse que ir en mi vehículo sería muy tormentoso por las dificultades de estacionamientos.

Un taxi sería la opción. Menos estrés en el camino y tranquilidad durante la reunión, pues no tendría la aprehensión de un robo al dejarlo en un lugar distante, oscuro y desprotegido. Al filo de las seis de la tarde, hice la llamada a Taxi Leo, en el municipio Santo Domingo Este.

El interlocutor respondió diligente: -“…En tres minutos, Toyota gris”.

No le creí lo de la brevedad del tiempo. Las compañías de taxis en general siempre dicen lo mismo. La promesa de rapidez es su estrategia de entretenimiento del usuario para que no llame a otra empresa. Pero los tres y los cinco minutos, a menudo, se convierten en diez, en quince… Y, si usted no le da seguimiento, espera el día entero. Algunos se desvían cuando “le tiran” un servicio más cómodo. 

Este chófer, no. Llegó en menos del tiempo prometido. Parece que esperaba a una esquina de la casa, en Bello Campo. Ya en la puerta, el automóvil de mediados de los 80, no lucía decente. Sucio, luces delanteras como de cocuyos, las traseras, infuncionales, neumáticos lisos…

DE HISTORIA EN HISTORIA    

El chófer, un mulato cincuentón, se quedó en su asiento a la espera de que yo subiera una pequeña bicicleta que sería llevada como regalo a una niña.

-¿Dónde la coloco, don? Creo que el baúl es el lugar más adecuado.

-Espere, espere. Yo arreglo eso. Aquí cabe.

Se apeó, agarró la bicicleta y comenzó a atascarla en el asiento trasero. La estrechez se lo impedía, pero insistía. Áspero, no reparaba en que era un regalo a cuidar.

Advertí: -¡Don, la daña!

Respondió: -Despreocúpese. Yo sé de eso.

Increpé: -Mire, don, por favor, póngala en el baúl; si no, dejemos esto.

Contestó con desdén: -Bien, bien…

Entonces, procedió a montarla en el lugar solicitado. Hube de reclamarle que la introdujera completa, porque, al dejarle la mitad afuera, se pelaría con el roce. Accedió, aunque –testarudo- aseguraba que llegaría bien.

La odisea apenas comenzaba. Una vez montado en el asiento del pasajero, no hallaba el cinturón de seguridad. Insistí hasta que encontré una correa con un nudo.

Al preguntarle si funcionaba, respondió: -Sí, jálelo.

Halé y halé, y nada. Se quedaba a mitad de camino. Al reclamarle nuevamente, con desparpajo, se defendió: -¡Andaaaa, no sabía; seguro que se dañó ahora. Pero no se preocupe, no pasará nada. Ciudad Colonial es allí mismo. Desde que lo deje a usted lo voy a ir a arreglar.

Le respondí: -¡Por Dios, señor, los accidentes ocurren en cualquier momento. Además, llevo treinta años usando cinturón de seguridad, me siento inseguro.

Él: -Disculpe, señor. Usted sabe que estos carritos son viejos. Son como uno. Yo tengo 58 y ya no puedo hacer cosas que hacía antes: cabaretear, beber mucho romo, cerveza, amanecer. Ahora soy evangélico y sufro de diabetes.

Seguía su letanía. El carro avanzaba lento, como resistiéndose. Sonaba como un tractor. El tren delantero hacía más ruido que un combo desafinado. Los frenos chirriaban. Veía cómo el chófer extendía su pierna derecha y el pie sobre el pedal se hundía hasta el fondo. Aun así, el auto no respondía con efectividad. Quise subir el cristal y no pude. Sólo él sabía el truco. Me preguntó si quería “un airecito” y, acto seguido, se cruzó sobre mí, lo subió, prendió el acondicionador y preguntó si se sentía el frío. Contó que había salido en ese momento del taller, y le salió “por un dinerito”. En realidad, yo sentía una brisita como de abanico chino ligada con olores de descuido.

La ruta más despejada, según Google Map, activado en mi móvil, fue la avenida Manolo Tavárez Justo (San Isidro), puente Duarte, giro a la derecha para bajar por la avenida Francisco del Rosario Sánchez, avenida del Puerto (Caamaño), 19 de Marzo, Las Damas.

El chófer, sin embargo, se resistía porque -aseguraba- “esas cosas se equivocan y nosotros los taxitas conocemos muy bien los atajos”. Le exigí que se acogiera a la orientación. Y aceptó a regañadientes. Desentendido, seguía guiando, sin parar de hablar, tal vez, con el objetivo de distraer la “sinfónica” de su cacharro que tanta inseguridad me provocaba. Contó historias de sus tiempos de joven, en Neiba, hasta sus parrandas y borracheras con su mejor amigo, en la capital. Sobre todo, la de la madrugada en que embaucaron a una patrulla de la Policía presentándose como oficiales de la institución con un carnet de sargento de los bomberos.   

Por distraído con su perorata, metió el carro en cada hoyo existente en la ruta. Todo sonaba. Le advertía que tuviera cuidado, pues terminaríamos como Trucutú. Solo pedía excusa. Según él, conocía todos los hoyos, pero caía bruscamente en ellos.

Al llegar al destino, La Cocina de Chesca, sentí que volvía a la vida. Por suerte, después de todo, el compartir fue muy sencillo, pero memorable. Tanto que, por coincidencia, hasta allí llegaron los periodistas-poetas Juan Freddy Armando y Oscar Peña, quienes, con su manojo de ocurrencias cargadas de humor, en minutos me hicieron olvidar las penurias en el taxi gris y su conductor parlanchín.