Al establecer el arte como concepto -así mismo ejes como estética y simbolismo- el mismo reclama una realidad circunstancial, generacional o histórica en torno a la cual podríamos abrir distintos debates sobre a las características que arrasta cada línea de tiempo, las propias necesidades del ser y crear.
Como grupo social, hemos tenido múltiples influencias, no solo en el desarrollo de esa actividad como elemento identitario, sino también en el ejercicio de pensamiento y en el reconocimiento de cuales creaciones y prácticas, “enmarcadas” o no, pueden clasificarse como arte. Esto responde a una serie de meandros, juicios de valores curvilíneos, casi siempre cerrados, que en cada ciclo aislan más la posilidad despojar al arte de la institucionalidad burocrática y convertirlo en “institución divina” con razón humana.
Esta es una reflexión continua sobre la cual muchas generaciones, en función de su contexto, se abocan a la experimentación, que permite además, generar nuevos espacios de creación y difusión, con muros que no se rigen por lineamientos ministrales, más abiertos, flexibles y menos parecidos a los museos.
Pero la paradoja nos va contando la historia como un chiste, solo hay que remitirse al hecho de que son estos mismos espacios los que sirven de plataforma para atestar los concursos y bienales. Sin embargo, muchos de ellos no sobreviven la carencia, cuando el desarrollo sostenible se convierte en utopía y el significado de la descentralización no llega ni a sus puertas.
Desatendidos, muchos gestores y credores se visten de gala con sus propios proyectos, el adorno principal debajo del brazo, en forma de caperta de papel manila. Algunos, ya con casa, se ocultan del victimario de turno; otros veneran sus lápidas, bonitas fotos de grandes recuerdos.