Soy de la generación, como decía el Señor Colombo en su columna del sábado pasado, “de la tercera edad, de los envejecientes, de los adultos mayores, de los malditos viejos” y de como yo decía anteriormente en otro artículo, de las “vieja er diablo, váyase a rezar”. Pero también pertenezco a la generación que supo amar de otra manera.

Soy de la generación de las cartas, de escribir poemas y recibirlos. Soy de la generación que escuchaba boleros, los cantaba, los bailaba  y los disfrutaba. Soy de esa generación perdida.

Recuerdo que tenía una compañera de trabajo, profesora de literatura conocida por mí como Sor Carolina, que luego de nuevas disposiciones de su congregación pudo llamarse Sor Ángeles, así la recordarán sus ex alumnas.  Ella siempre me veía escribiendo y me decía : “sea en prosa o en verso, siempre estás escribiendo” y es que en esa época de juventud en que uno ama, en que uno sueña, tiene la oportunidad de plasmar en un papel sentimientos, amores y desamores. ¡Qué dicha!

Yo era de las que coleccionaba cajas y paquetes de hojas y sobres con los diseños más hermosos que compraba en la Librería Amengüal o en la San Gabriel, en la Calle el Conde. Me lanzaba cual  buzo de Duquesa para pescar los mejores ejemplares.

Era una delicia poder escribir en esos papeles las mejores inspiraciones que podían llegar a algunas manos o quedar simplemente guardadas en el baúl de los recuerdos.

Cuando leo del Señor Colombo en su hoja de presentación, “torturador especializado en recitar a Buesa”, me sonrío, porque los jóvenes de hoy difícilmente sepan quién es ese Buesa. Es que se han perdido de disfrutar lo que es hermoso. Han sustituido el corazón por un aparatico en que usan los dedos con una agilidad tal que hacen que los contemple con admiración, pero no de admirar, sino de sorpresa. Han cometido el castellanicidio más grande sustituyendo las palabras por simples fonemas. ¡Qué pena, con lo hermoso que es escribir poemas y recibir cartas de amor!

Soy de la generación “nostálgica” en que pienso en dos grandes regalos, (claro, especiales), que recibí en mi vida:  un filigrana que formaba  la inicial de mi nombre, con un corazón de ámbar y una hormiga fosilizada claramente visible dentro y unos pendientes traídos de Colombia que reproducían unas hermosas orquídeas con unas esmeraldas.

En este confinamiento obligatorio se llenan mis pensamientos de recuerdos hermosos, de tiempos lejanos. Me torno triste, a veces salen lágrimas, pero reacciono pronto y pienso en que quien no ha vivido una época tan romántica y no ha tenido la oportunidad de disfrutar de tantas cosas hermosas como las que yo viví, no tiene el derecho de estar vivo.