Desde muy temprana edad Hilma Contreras amó leer; me contó que se ocultaba debajo de la cama en el Lycées de Jeunes Filles-Victor Dury a leer para no dejarse aturdir del mundo a su alrededor,  y,  otras veces, huyendo del mal humor de su padre, de las largas horas que estaba fuera del hogar, así como de su poco interés por la familia formada con su madre.

La lectura fue su  manera de protegerse, de hacer su universo propio  para  distanciarse de su padre, un hombre, al decir de ella,  duro, fuerte, huraño, poco expresivo en la ternura, de quien escribe en un breve texto que forma parte de su perfil redactado por ella, que era el  responsable de la Era de Trujillo, es decir, su padre, el prominente cirujano Darío Contreras, que salvó al tirano de la muerte en 1941 cuando fue víctima de un ántrax en el cuello.

Cuando residía en Santo Domingo, Hilma gustaba de cuidar el jardín de su casa, lo hacía sola, cortaba el césped, podaba las plantas, y ya exhausta dejaba para la tarde recoger las ramas  y las hojas. Cultivaba trinitarias que cuando avanzaban en su crecida tornándose parte del techo de la casa, entonces ella, escalera en mano, se subía para tirar  de las hojas secas que moraban en él. Esta afición le costó a ella quedarse colgada  de los barrotes de hierro de la verja de la marquesina en una mañana; la escalera resbaló de sus pies, y albricias: ¡nuestra escritora de ochenta años era equilibrista, trapecista, buscado descender con conmiseración del techo de su casa para estar a salvo!

Lo  frecuente en Hilma era estar a solas, leyendo, repasando páginas leídas anteriormente. Su vista empezó a declinar para 1992. En el 2002 estaba  ya parcialmente ciega, aún cuando fue operada de los ojos, todo resultó en un fracaso, puesto que ella esperó  muy tarde  para tomar esa decisión. Estaba prácticamente, ciega, y eso le atormentaba. Comprendí su angustia; es difícil perder la visión. Ella añoraba revisar conmigo sus manuscritos inéditos para publicarlos; no pudimos hacerlo, y la parca  lentamente iba a asomarse,  a tomar lo que entendía como suyo: el cumplimiento de los designios del final de todo lo que vive, que ella  define como un responso  absoluto en su célebre frase: "Silencio antes de nacer, silencio después de morir, vivir anhelante entre dos silencios".

La mirada de Hilma Contreras, en conjunto, era una mirada de actividad maravillosa; tenía siempre una urgencia extraordinaria de  contemplar lo que apreciaba como visible, de ascender la mirada hacia la luz, a su reflejo y descomposición en las cosas, en los objetos y en la vida cotidiana de los transeúntes.

Su rostro y sus ojos fijos en el mundo  -nuestro mundo y de todos- amaban hundirse en la contemplación de manera escrutadora en todo lo aparentemente imperceptible como tal; la imaginación le sobresaltaba no como quimera o intrusa ficción, sino como aliada eterna. Lo no creíble le traía dudas; lo creíble era materia prima de sus cuentos; lo vivido experiencia a ganar y por ganar; la vida de los otros fuente de sus relatos. La cabellera de la naturaleza o de la ciudad, la impresión de un encuentro fortuito, de un episodio contado atiendas por el cuchicheo de la gente, le conducían a tener el oído en alerta… siempre levantaba sus ojos para mirar y estar a la espera de su mirada para tejer lo que miraba.

Hilma Contreras

Su mirada era una cámara para alertar con previsiones; era una mirada en tránsito constante, de presencias que van a colmar la acción mágica del mundo. Hubo ocasiones en las cuales, muy atenta y cautelosamente, pude observar su mirada captando el movimiento, los gestos y acciones de quienes cruzaban a su alrededor sin que notaran que ella percibía sus acciones.

En su casa de la Urbanización Los Jardines del Sur, de la Avenida 6ta., número 14,  llegué a expiarla mientras en silencio interrogaba con sus ojos el correr de las horas con nostalgia inaudita; tenía en mí, en ese momento, un sentimiento comprimido y de nostalgia, porque me parecía que Hilma proyectaba siempre su presente en relación al pasado, no hacia el futuro inmediato. La nostalgia la sobrecogía, y las cuitas de su alma afloraban. Cuando sucedía que dejara de ir a visitarla por alguna razón me llamaba: "Ylonka, y ¿cuándo es que tú vas a venir por aquí? Me duelen los ojos de no verte".

Hilma Contreras siempre destiló luz por sus ojos; unos ojos hermosos, de mirada diáfana, sublimes, expresivos, a ratos color gris, a ratos color miel, o un castaño tenue, de ensueño sutil. Sus ojos vencían la distancia que ella ponía hacia los otros; su sonrisa, a carcajadas, delataba que el muro colocado entre su mundo y el ajeno, con su carácter de aparente frialdad y resequedad, un buen afecto logra derrotarlo. A mí me costó una lucha titánica "derrumbar" el silencio de Hilma; no en vano en una dedicatoria de uno de sus libros me escribiría: "A la insoportable Ylonka, con un indulgente cariño".

Al re-leer la narrativa contreriana, desde sus inicios como escritora en el 1937, y aún más anterior en 1926, cuando Hilma escribía relatos románticos en francés, el lector puede captar que era una narradora que construía axiomas propios en torno al discurso literario, reflexiones existenciales, rupturas semánticas, percepciones muy dilatadas por su ojo escrutador de la realidad sobre lo superfluo y lo banal. Ella sabía hacer de su tejido narrativo una historia creíble; dirigir el azar, el suceso, el inventario de situaciones como un encaje inédito de acciones presentidas, para saber colocar el punto final.

Toda la obra narrativa de Hilma Contreras es digna de ser subrayada, y observar en ella los planos superpuestos y aquellos  laberintos que, a veces, nos llevan a un terreno de su creación en el cual el primer escenario es lo hostil que puede resultar la existencia.

De ahí, que desde su "Villasonium", palabra con aliento surrealista creada por ella para referirse a la vida en esta media Isla, como "Isla del sueño", una isla en la cual todos se sentían vigilados y asediados, con la libertad totalmente restringida, ella construye su mirador para ver lo grotesco de la vida teatral  del tirano, en medio de los sobresaltos y el terror que buscaba imponérsele a la memoria en medio de las "horas caniculares".

Hilma Contreras sentía un gran repugnancia hacia el tirano; opinión que no disimulaba; creía y aupaba el espíritu revolucionario de los jóvenes. Ella se resistió a languidecer en la dictadura, en su horror y terror, aún cuando sabía que la vigilancia militar de "Su Excelencia" era 24/7.

Horas Caniculares [1]

Por Hilma Contreras

Dario Contreras, padre de Hilma Contreras

Por las paredes de la habitación rastreaba una contrariedad difusa, pero segura; como un recuerdo olvidado o una coincidencia sin actualidad.

Había libros, cuadros, un par de cortinas. Y reteniendo unos papeles sobre el escritorio, contra una brisa inexistente una pequeña calavera.

Al abrir los ojos se quedó mirándola.

-¿Para qué levantarse?

La calle huía, gris, hacia el mar gris. Arriba vegetaba un tormento blanco, de donde la húmeda lengua del calor lo encendía todo.

En el hall reía el mayordomo.

-¿Supo Ud.?

Colgado de los quiciales de la entrada parecía un mono en trance de morir de hilaridad.

No sabía nada… Al abrigo del sol, se palpó voluptuosamente la piel fría de los hombros sudorosos. De pies ante el mayordomo, preguntó:

-¿Cuándo ocurrió?

-Anoche – dijo-. ¡Ah, Excelencia!, perdone, no le había visto entrar.

Ella se volvió con un alfiler clavado en cada nervio.

Agosto traía en mangas cortas de camisa a Su Excelencia. Reverberaba su carne sonrosada. El azul risueño de sus ojos recordaba que antes de aquel día hubo un cielo azul y un mar verde.

-¿Ha visto Ud. mi cinturón? He debido olvidarlo anoche.

-¿Anoche?

Los ojos claros inundaron de mar al mayordomo.

-Sí, anoche… Ud. sabe bien.

Su Excelencia ahorcaría con gusto al mayordomo. Estrangularlo, nunca. Le repugnaría tocarle el cuello con las manos tan pulcramente cuidadas. Pero lo ahorcaría.

En lo alto de la escalera surgió el dueño de la casa.

-¿Qué sabe mi mayordomo, Excelencia?

La contrariedad redobló sus cabezazos contra las paredes.

-Su Excelencia ha perdido su cinturón – dijo ella.

La voz femenina onduló por la escalera, mientras el calor jadeaba sobre ellos. Afuera se encogía el mundo.

En el descanso de la escalera había una ventana. Cada vida tiene su ventana; la existencia misma es una descomunal abertura por la que se nos escurre la vida, casi siempre sin advertirlo o midiendo su escape gota a gota.

Don León se adosó a la ventana.

-No es difícil – dijo -. Búsquelo por donde loquéo anoche. Yo tengo otra cosa que hacer.

"Demasiado suave – pensó ella -. Sabe dónde encontrarlo, si no gritaría".

El mayordomo reía sin mover un músculo de la cara, pero el cuerpo le temblaba.

Su Excelencia  comenzó a subir las escaleras; recortado en el vano de la ventana, don  León le contemplaba ascender peldaño tras peldaño. El rostro se le fue apretando.

A ella le dolieron los alfileres clavados en los nervios, con una sensación de náuseas por todo el cuerpo. Su Excelencia pasó a la altura de don León y siguió subiendo.

-Excelencia – gritó -, se está equivocando. Es por aquí.

Señalaba la ventana. El otro no oyó o no quiso oírlo.  Arriba abrieron una puerta con mano firme, mientras  abajo el calor y la contrariedad pegaban.

Era una vieja historia de noches y días asediados, en que la cama espera a las tres y un whisky más y otro estira la hora.

Tito – había llamado Su Excelencia – , más hielo.

No – dijo don León-, estoy harto.

Desde hacia rato sus ojos dormían en la cama entre peces inquietos.

Y se levantó.

– ¡Tito! – vociferó  el visitante -. ¡Le llamo yo!

Tras la voz se fue él mismo en busca del  mayordomo. No quería marcharse, como siempre. ¡Las tres de la mañana! Una hora estupenda para ponerse  a bailar cada fibra del organismo. Abajo no estaba Tito. Andando a tientas acariciaba las puertas cerradas, echando a rodar a Tito por el ojo de las cerraduras.

Don León mordía las sábanas cuando su Excelencia  subió rezongando.

-¿Qué hace Ud.? – preguntó -. Aquí no se acueste.

-¿Cree Ud. que avergüenza verme desnudo?

-Lárguese, le digo.

Su Excelencia se desnudaba en santa calma.

-Pésimo servicio, don León. No hay ni un alma  levantada. Ese hijo de su madre ronca en alguna parte.

Por la mañana canicular ondulaba un pesado olor a disgusto. Su Excelencia reapareció en la escalera.

-Lo siento – dijo-,  porque era un regalo de mi mujer. Y no he podido dejarlo en ninguna otra parte. Estoy seguro…

-Tito, acompañe  a Su Excelencia. Laura y yo tenemos mucho trabajo.

-Don León….

En el tono comprendió don León.

-Venga,  no tenemos tiempo que perder.

-Laura – dijo Su Excelencia, que también había comprendido -, guárdelo como un recuerdo.

Sonriendo a la joven, pasó la pierna  a través del vacío de la ventana.

– No es necesario – observó don León desde arriba -. Todas las puertas están abiertas.

– No importa; ahora lo hago por puro gusto.

Ella pensó que sus ojos recordaban el cielo y el mar de otros tiempos.

¿Para qué levantarse…? Sobre el escritorio crujía los dientes el recuerdo actualizado.

[1] El relato "Horas Caniculares" no fue incluido por Hilma Contreras en su libro El Ojo de Dios, Cuentos de la Clandestinidad (Ediciones Brigadas Dominicanas, 1962), aun cuando formaba parte de esa colección que le publicara Aida Cartagena Portalatín. Desconocemos las razones de esta omisión, por lo cual hasta hoy, que los lectores de Acento.com.do, lo comparten, póstumamente,  permaneció inédito.