“Hasta aquel momento, siempre había sido evidente que el Estado representara la dominación, concretamente allí donde se supone que los hombres eran iguales por naturaleza”.  -Ellen Meiksins Wood-.

La historia machista de República Dominicana registra un conjunto de fallas respecto al aprovechamiento correcto de los preceptos legales que protegen la integridad de la mujer en cualesquiera de sus edades. Vista, no como un ser humano común provista de derechos y deberes que la hacen igual frente al hombre, sino como objeto inmerecido de deseos en un mundo misógino incapaz de ver mas allá de la lujuria.

No existió nunca, en este terruño de playas exóticas y montañas exuberantes, la intención genuina por parte del legislador y los encargados de administrar con argumentos teóricos la practicidad de la aplicación normativa en función de la sanción cuando haya trasgresión a las estipulaciones cuyo fin es preservar la integridad física y moral de la mujer, un verdadero interés para cambiar con hechos un mal que genera violencia y pobreza.

Este Estado, y sus otroras gestores, fueron cronológicamente ineficientes cuando se trata de la producción de políticas públicas efectivas, destinadas a endurecer los procedimientos estatutarios que arrojen como resultado, la protección irrestricta del ser femenino. Desgraciadamente, marginado a la luz no solo de lo anterior sino de la propia Norma Sustantiva cuando aborda la unión entre dos personas de sexos opuestos.

La mujer, como género, no ha calado lo suficiente en las interpretaciones retrógradas de los defensores de las ideas más recalcitrantes en torno al lugar que deben ocupar según sus convicciones retorcidas. No lo ha hecho, no porque imcumpla con el formato social para la adquisición de espacios a través de los parámetros que nos permiten vivir en igualdad democrática, ello es producto de su condición morfológica y la tozudez del status quo.

La contrariedad de asumirla como igual y velar por la permanencia de sus prerrogativas, descansa, además, en la alianza entre los sectores beneficiarios del quebrantamiento de la ley y los hacedores de los mecanismos sobre los que corre el tren de la justicia. Coludidos con el fin de preservar un poder abusivo que les genera placer y beneplácito social.

La violencia y el mal llamado matrimonio infantil remiten a esas prácticas tribales de predominio e ignorancia, pero sus ribetes son la articulación lineal de tiempo y fuerza ejercida casi siempre, sobre familias en situación de riesgo económico y vulnerabilidad social. Más o menos con la complicidad de grupos fácticos que a través de los tiempos han profundizado las grietas de la victimización a partir de la agresión legislativa.

La interpretación es burda. Los ecos de su ejecución sociocultural parten del artículo 144 del Código Civil. Una norma bicentenaria que da al varón, potestad sobre la fragilidad emocional de una niña, al estatuir: "El hombre, antes de los dieciocho años cumplidos, y la mujer antes de cumplir los quince años no pueden contraer matrimonio”. Con la perversa aclaración de que el Estado puede otorgar permiso en condiciones “especiales” en el inciso siguiente.

Esta atrofia a la protección específica de la adolescente, se refuerza en el articulo 21 de la Constitución del 2010 de Leonel Fernández, al establecer como una de las condiciones para considerarse ciudadano en este país, justamente haber tenido una unión previa a la mayoría de edad. “Todos los dominicanos y dominicanas que hayan cumplido 18 años de edad y quienes estén o hayan estado casados, aunque no hayan cumplido esa edad, gozan de ciudadanía”. Vertió el constituyente de manera irresponsable, flagelando un derecho consagrado en el artículo 56 de la propia Constitución.

“Los niños, niñas y adolescentes serán protegidos por el Estado contra toda forma de vulnerabilidad, abuso o violencia física, sicológica, moral o sexual, económica, etc.”, reza el estatuto. No cumplirlo es la muestra de que el Matrimonio Infantil en República Dominicana, no sólo es una cuestión de violencia, sino más bien, el producto histórico de un poder legislativo machista.