Reflexionando en la soledad de su prisión en Santa Helena, sobre su glorioso espacio en la historia, el emperador, Napoleón Bonaparte, proclamó: “Mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo eclipsará el recuerdo de tantas victorias. Lo que no será borrado, lo que vivirá eternamente, es mi Código Civil”.
La República Dominicana es la mejor muestra de la certeza del citado presagio del gran corso, tomando en consideración que desde la adopción de su famoso Código Civil, el 17 de abril de 1884, en virtud del decreto No. 2213, dictado por el presidente Ulises Hereaux, ha permanecido casi inalterable.
Actualizar integralmente el Código Civil Napoleónico es apremiante. Sin embargo, pareciera que el legislador tiene temor de modificar el monumental código francés. Es la única explicación de que no haya prosperado cada intentó que se hizo, en el siglo pasado y el presente, para sintonizarlo con los nuevos tiempos.
En ese sentido, una de las disposiciones que es urgente contemplar en la reforma es la prohibición del matrimonio infantil y las unión temprana. Esta anacrónica aberración, tal y como advierte el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), viola los derechos de los menores y acaba con los sueños de las niñas, destruye sus expectativas de futuro y las condena junto a sus hijos e hijas a la pobreza.
Los actuales legisladores, que acaban de iniciar el presente período constitucional, tienen el reto de cerrar la puerta legal de la impunidad de quienes abusan de las menores y utilizan el matrimonio, con consentimiento de los padres, para escaparse de las condenas penales.
Se trata de un tema alarmante, tal y como lo comprueba el hecho de que nuestro país ocupa el primer lugar en América Latina y El Caribe en el renglón de matrimonios infantiles o uniones tempranas, con un porcentaje de un treinta y seis por ciento.
Estas cifras, solo comparables con las de la Africa subsahariana, Asia meridional, el Níger, y Bangladesh, se deben a que la Ley 659, sobre Actos del Estado Civil, modificada por la Ley 4999 del año 1958, permite que los menores puedan contraer matrimonio, con la única condición de tener el consentimiento de sus padres o, si ha fallecido uno de los dos, del padre superviviente. En caso de haber muerto los padres o estar impedidos de manifestar su voluntad, el consentimiento corresponde a los abuelos, los cuales de no existir son suplidos por el consejo de familia.
Estos matrimonios, que casi siempre son consentidos por los padres por razones económicas o de embarazos, conllevan el riesgo del abuso sexual y la explotación de las niñas, la separación de la familia y los amigos, la falta de libertad para relacionarse con las personas de la misma edad, la dificultad para la educación, ser sometidas a trabajos forzados, esclavitud, prostitución y violencia, quedar embarazadas y poner en riesgo sus vidas.
Es tiempo de que los legisladores nos saquen de la lista de los escasos países que permiten esta vergonzosa práctica.