“El único modo de librarse de él era matándolo”. Antonio Imbert Barreras a BBC en 2011
“[en] aquel estado de ofuscación me arrastré y oculté entre las yerbas y arbustos contiguos al lugar de los hechos, desde donde observé a los asesinos introducir violentamente el cadáver del Jefe en el baúl del carro negro que partió hacia Santo Domingo”. Zacarías de la Cruz, declaración notarial en Madrid, 16 de noviembre 1964
La muerte de Rafael Leónidas Trujillo Molina es probablemente la única que por más de medio siglo recuerdan y celebran tradicionalmente no pocos dominicanos (aunque no todos con sentimientos similares). De este personaje y sus últimas horas entre los vivos se ha publicado prácticamente todo lo que se conoce y ha podido decirse, y aún así se continúa redescubriendo lo que fue y no fue, últimamente mas que nada a fuerza de lo que queda por explotar: imaginación, nostalgia y creatividad. Muestra de lo anterior es el Decreto 335-21, mediante el cual, en conmemoración del sexagésimo aniversario de la muerte de Trujillo, el presidente Luis Abinader declara el 30 de mayo “Día de la Libertad”.
Sin quizás nadie ha sido objeto de tanta literatura en la historia dominicana. Pero entre tantas páginas y reinterpretaciones, muy rara vez se advierte algún comentario sobre la naturaleza y posible tratamiento jurídico aplicables al hecho que pone fin a la vida del Jefe. Solo conozco dos textos aislados que sutilmente presentan algunas consideraciones al respecto: “El Delito Político y el Tiranicidio en la República Dominicana” de Josefina Altagracia Lazala Bobadilla (tesis de grado para optar por el título de doctora en derecho en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, presentada en 1962!), y con inspiración en ese trabajo, “El tiranicidio como castigo del pueblo”, de la autoría de Ylonka Nacidit Perdomo (un artículo publicado en acento.com.do, el día 6 de julio de 2015); a los que me referiré más adelante.
Como se sabe, los que participaron directamente en la matanza del Jefe, también fueron posteriormente matados (Antonio de la Maza, Juan Tomás Díaz, Amado García Guerrero, Pedro Livio Cedeño Herrera, Salvador Estrella Shadalá, Huáscar Tejeda Pimentel y Roberto Rafael Pastoriza Neret), salvo el invencible Gral. Antonio Imbert Barreras, que pudo escapar a su captura. Pero se afirma que a ese momento el número de conspiradores, relacionados o no con el grupo de ejecutores materiales, superaba los 100 ciudadanos, algunos también capturados, torturados y matados por esbirros del régimen aún vigente; muchos otros también sobrevivientes a dicha fatalidad, entre ellos con cierto protagonismo los señores Luis Amiama Tió, Simon Thomas Stocker “Wimpy”, Juan Bautista “Gianni” Vicini Cabral (Mr. X), algunos anónimos colaboradores estrategas y otros cuyo único rol fue quizás tener conocimiento de los planes y no divulgarlos (en una especie de apoyo moral a aquellos mártires y héroes).
De esos, al momento de los principales miembros de la familia Trujillo -no los trujillistas pues aún hoy entre nosotros- terminar de salir físicamente del país (noviembre 1962), y siendo presidente Joaquín Balaguer, se mantenían 19 imputados en prisión con expediente abierto.
Pero ¿qué hubiese sido de no haberse ejecutado una venganza a los implicados que habían sido capturados de parte de los efímeros continuadores de El Jefe, aplicando la ley del talión en su versión cristiana, “el que a hierro mata a hierro muere”? ¿pudo habérseles condenado judicialmente? o, como terminó por ocurrir extrajudicialmente con el Gral. Imbert Barreras y muchos otros colaboradores no ya tan directos, ¿operaba para todos una eximente de responsabilidad o causa exculpatoria por tratarse de la muerte de un tirano? ¿por qué?
Me resulta paradójico que casi siempre que se relata el famoso hecho de la llamada “Gesta del 30 de mayo”, prácticamente nadie objeta, pero tampoco reconoce, y esto con absoluta normalidad, que se trató de un asesinato, resultando extrañísimo advertir en el discurso de algún estudioso o contador de historias dominicano -de no ser un trujillista resentido o un periodista de esos días- la denominación de asesinos para los que mataron al Chivo, pues usualmente identificados como complotados, conjurados, ejecutores, tiranicidas, magnicidas, matadores, y el favorito de todos: “ajusticiadores”; vale decir, términos extraños a nuestra terminología jurídico-penal legislada.
Al parecer eso de “asesinos” no les agrada a nuestros historiógrafos, resultándoles preferible errar en el lenguaje antes que llamar las cosas por su nombre propio, o al menos por ese nombre que denomina lo que terminó por hacer la noche de ese 30 de mayo el grupo de dominicanos de referencia con la vida de un también ser humano, y también asesino, pero de otra clase; uno que a decir de Hans Paul Wiese Delgado era “amado por muchos” aunque también “odiado por otros” y “temido por todos”; mismo que para el posteriormente no menos admirado por no pocos dominicanos, Dr. Joaquín Balaguer, fue un hombre “fundamentalmente bueno”, y de quien se consideró un hijo espiritual -en el panegírico a su encargo-.
[Para prueba de la curiosidad que señalo, botones nos sobran. Entre algunas de las principales obras dominicanas sobre el suceso en particular, sea por rigor científico, aportes, amplitud o popularidad comercial, pueden consultarse: Balcácer, Juan Daniel, Trujillo. El Tiranicidio de 1961, 2018; Soto Jiménez, José Miguel, Malfiní. Radiografía de un magnicidio. Estudio forense de la muerte de Trujillo”, 2010; Bissié Romero, Miguel Ángel, Trujillo y el 30 de mayo. En honor a la verdad, 1999; Justo Duarte, Amaury, Auge y Caída de los trujillistas, 1955-1962, 2004; Grimaldi, Víctor, Tumbaron al Jefe. Los Estados Unidos en el derrocamiento de Trujillo, 1999; García Michel, Eduardo, 30 de mayo. Trujillo ajusticiado, 2001; etc.]
De la mano con la Fundación del Español Urgente -FundéuRAE-, me parece pertinente una advertencia preliminar: resulta incorrecto utilizar el sustantivo masculino “ajusticiamiento” para referirnos al suceso que resultó en la muerte violenta de Trujillo, o a cualquier otra producida en circunstancias similares, trátese o no de un tirano. Ajusticiar no es asesinar ni hacer justicia matando una persona. La única acepción del término “ajusticiar” que registra el Diccionario de la RAE refiere al caso de hacer cumplir una pena de muerte -como condena judicial-, siendo en consecuencia inapropiado utilizarlo como sinónimo de “asesinar”. De ahí que también resulte incorrecto identificar como “ajusticiadores” a quienes no hicieron cumplir una pena de muerte -de nuevo, jurídicamente hablando-, sino que mataron a otro (homicidio) con premeditación -y en este particular caso acechanza -sí, con “c”-, esto es, un asesinato, de conformidad con los artículos 295 y 296 del Código Penal Dominicano. [Ojo: nuestro código habla de “asechanza”, pero históricamente nuestra doctrina y jurisprudencia tratan ambos hechos -asechar y acechar- de forma intercambiable o indistinta en la configuración del asesinato]
Si como se ha comprobado la preparación de la conspiración contra la vida de Trujillo llevaba varios meses en gestación -y poco importa el lapso de tiempo específico, sino que hubo tal preparación-, estamos ante la configuración del más característico elemento constitutivo del crimen de asesinato: la premeditación, en el sentido de “meditación previa; un designio reflexivo que precede a la ejecución de un hecho” (Pérez Méndez:1983:39). Pero aún no habiendo sido así, por igual se trataría de un homicidio agravado calificado asesinato ante la innegable “acechanza” de sus autores, al proceder frente a su víctima ejecutada, pues con una emboscada.
Entonces, aquí reformulo en una pregunta mi inquietud original: ¿es asesinar a un dictador, tirano o caudillo sanguinario un hecho atípico, excusable o exonerado de toda responsabilidad penal en nuestro Derecho dados los posibles fines patrióticos de sus autores? (Hago precisión en “fines patrióticos”, luego del empleo del verbo “asesinar” que -como he dicho- trae consigo la idea de una muerte violenta producida intencionalmente con acechanza o premeditación, dando por sentado que la misma suerte histórica/patriótica de los referidos asesinos, luego héroes, -quizás- no hubiesen tenido quienes hubieren logrado semejante resultado (la muerte de Trujillo), pero por accidente, involuntariamente, o movidos por puro egoísmo coyuntural; vgr. colisión de vehículos en tránsito, mala práctica médica, envenenamiento por error, violencia de género, crimen pasional producto de un desamor o despecho, etc).
Lo que fuese que motivó los co-autores del asesinato, sean ideales realmente patrióticos, otros fines políticos o sentimientos esencialmente egoístas dado los supuestos ajustes de cuentas que algunos dicen fueron la principal llama del deseo de los ejecutores de Trujillo (posibilidades que nunca han sido descartadas a unanimidad por los estudiosos y forjadores de nuestra conciencia histórica, y con buenas razones para ello), resulta indiferente para este ejercicio de calificación jurídica de los hechos, salvo en cuanto a su posible clasificación de crimen político, lo cual podría ser correcto, pero al mismo tiempo poco útil para mi línea argumentativa.
Un asesinato es siempre un crimen, por tanto, su autor debe siempre ser considerado un criminal. Y como tal el asesinato es castigado en nuestro Código Penal vigente, mismo que a la sazón de la muerte de Trujillo, con 30 años de prisión (antes de la Ley 224 de 1984, de trabajos públicos, luego de reclusión, y hoy, a partir de la Ley 46 de 1999, de reclusión mayor).
Si dadas las circunstancias el autor de un crimen bien puede resultar beneficiado judicialmente con una causal exculpatoria, o exoneratoria de responsabilidad, casos de legítima defensa o estado de necesidad, esto no borra el hecho típico y su naturaleza, que sigue siendo un crimen, aunque no castigable en esas situaciones. Por tanto, no es que los autores del hecho que actuaron en legítima defensa o ante un estado de necesidad tuvieron entonces un derecho a matar, como tampoco tienen las víctimas un deber de dejarse matar, a propósito de la reciprocidad en relación lógica derecho-deber.
La acción “matar” (matar un ser humano) es incompatible con el apadrinamiento jurídico del sustantivo “derecho”, independientemente de las circunstancias en que se ejecute, pues estas no supondrían razones suficientes para la derrotabilidad del principio que protege la vida humana como valor fundamental, siendo esta el límite más básico e irreductible de nuestras libertades, como el bien más preciado y valioso del que disponemos.
Si nos tomamos con seriedad el concepto “derecho” -derecho subjetivo-, lo correcto es referirnos a un derecho a no ser sancionados en caso de matar en legítima defensa -por ejemplo-. De ahí que, tengo derecho a defenderme -o defender a otro- en caso de agresión o atentado a mi -o su- integridad física, y si a propósito de esa defensa –pasiva o proactiva-, empleando medios proporcionales al ataque injusto del agresor, este resulta muerto, tengo derecho a no ser condenado por haber obrado en legítima defensa, un derecho. De no plantearse la escena en los términos indicados, la defensa no sería legítima, y por tanto el agente activo del hecho con probabilidad condenable.
¿Es ese el razonamiento jurídico aplicable -y nunca aplicado- a nuestros “asesinos héroes nacionales” favoritos? En la segunda parte de este artículo intentaré responder de forma motivada esta pregunta.