"…Una de las razones era por tener que decir adiós, no sólo a tantos buenos amigos sino también a cientos de lugares muy queridos. Luego emprendió una última travesía, a continuación la ultimísima, y más tarde la definitiva, y así en todas las cosas. Se celebraron, una vez más, gran cantidad de fiestas de despedida en su honor. Además existía otra razón muy cómoda: a pesar de todo, no corría tanta prisa, ya que su madre nunca se cansaría de esperarlo”

Peter Pan (fragmento)

Matar a Wendy… o al menos ese, me contó entonces, había sido su propósito. Hacía ya tanto de aquello que ambas lo fuimos olvidando y ahora todo parecía pertenecer a un pasado remoto y muy alejado de nuestro espacio geográfico. Hoy apenas queda nada de aquel periodo, salvo un amor cálido y un buen puñado de agridulces recuerdos guardados bajo una cama en una caja polvorienta. Matar a Wendy fue, en sus propias palabras, un arduo trabajo que se alargó por muchos, demasiados meses. Fueron días de lucha cuerpo a cuerpo, de llanto inconsolable, de contrariar ideas asentadas y cinceladas a fuego. Tiempo de demora en espera de otro tiempo que habría de llegar sin fecha conocida. Hubo no pocos momentos en los que fue preciso apretar los dientes y ajustar con firmeza el paso hasta fijar objetivos nuevos. Hubo de todo, lo sé mamá. Nunca es fácil acabar con ella. No hay Wendy que no lleve asido de su mano a Peter Pan. Pero el tuyo partió en busca de otros cielos distantes.

Peter había salido con retraso aquella mañana de casa. Como cualquier otra, como casi todas. Sabía que una vez más llegaría tarde un jueves, y hoy precisamente era el último del mes, día en el que se hacía revisión de objetivos en el despacho. Solo que en esta ocasión era aún peor si cabe. Se cerraba trimestre y aquello hacía que el asunto adquiriera tintes dramáticos para el jefe. Ramón es un agonías – pensó. Por dios que tío tan aburrido, no sé cómo le aguanta nadie. Don “Perfecto” Gutiérrez es usted un completo asno – exclamó con gesto histriónico como si estuviera en lo alto de un escenario dirigiéndose a un público generoso en aplausos. Acababa de llegar al edificio que albergaba las oficinas de Gutiérrez y Asociados. Entró decidido, lanzó un sonoro silbido de admiración a la joven de recepción y le espetó:

– ¡Raquel tía, cada día estás más buena! Tendremos que hacer algo al respecto y sin que mi mujer lo sepa.

-No la mereces imbécil. Eres un ser tan necio que un día de estos hasta Irene se va a enterar de lo poquito que vales – replicó ella sin el menor atisbo de sonrisa en sus labios y con tono cortante añadió. – Llevan más de veinte minutos esperando todos por ti, así que a ver qué inventas de nuevo para no te pongan de patitas en la calle.

Haciendo caso omiso de su sarcasmo se dirigió sin el menor temor a la sala de juntas. Un poco de ruido como siempre, mucha alharaca para hacerle sentir culpable y en dos segundos les tendría a todos comiendo en la palma de su mano. Esbozó una amplia sonrisa, giró el pomo de la puerta y penetró en el interior de aquel santuario con paso decidido.

-No os lo vais a creer pero he atropellado al perro de una tía cañón. ¡Joder! la tipa estaba como un queso. No le hice nada al chucho, pero ella se ha puesto histérica y he tenido que calmarla. Ya sí, os vais a reír. Ya, ya lo sé, todo me pasa a mí. Venía  concentrado, pensando en la reunión y de repente el perrete se lanzó contra mi coche como un loco desquiciado. Ella tiró de la cuerda y le frenó en seco justo a tiempo. Un segundo más y no la cuenta el muy cretino. Bueno tampoco se hubiera perdido gran cosa, un incordió menos en la calle…

Ya inmerso y sin escafandra en su propia fantasía, Peter comenzaba a disfrutar de su relato cuando un tajante e inusual: ¡siéntate y cierra la boca! de Ramón detuvo en seco su verborrea. Fue como una bofetada sin paños calientes. Que él pudiera recordar nunca había sucedido algo así. Todos acostumbraban a desternillarse de la risa con sus bromas. Sus ocurrencias eran célebres y como tal se alimentaban por parte de todos ellos. Un equipo de varones muy dispuestos a jugar y a vivir en el país de nunca jamás, dentro y fuera de aquel lugar. Solo el maldito jefe ponía la nota discordante, ese bramido desagradable que les hacía retornar al presente, pero Ramón al fin y al cabo era su hermano y en el fondo siempre había disculpado sus errores. Él fue desde la cuna el Gutiérrez domesticado y perfectamente aburrido. Lo fue desde que eran niños y continúo siéndolo a lo largo de toda su vida. Y a la vez, y esto debía reconocerlo, le era sinceramente leal y se mantuvo siempre alerta para librarle de condena. Lo hizo en el instituto y luego en la universidad, cuando el benjamín de la familia vivía en feliz inconsciencia sin aceptar jamás el menor límite. Lo suyo era volar por encima de las nubes y contradecir al mundo. Peter había ido perfeccionando, sin ser del todo consciente de ello, su papel de tipo afable, irreflexivo y jovial. Un individuo quizá poco fiable, pero tan entusiasta en su locura, tan insensato y a la vez tan incorregiblemente disparatado y divertido, que todos acababan por caer rendidos a su encantadora y caprichosa voluntad.

A Ramón le sucedió Irene en su papel protector a partir de los últimos años universitarios. Coincidieron en algunas clases de la facultad de derecho y desde entonces habían permanecido juntos. Irene lo era todo – o casi todo- para Peter. Era su fiel amiga, su esposa, el ama de su casa y la madre de sus hijos, su devota secretaria, su amante, su asesora de imagen, sus ojos y oídos, su confidente en los malos momentos… Descansaba en ella con ese tibio afecto que derrochan las personas inmaduras que renuncian a ver más allá de la superficie. Peter creía que quería a su mujer, pero sentía -sobre todo- que le era absolutamente necesaria. Si aquello era o no amor no podría jurarlo y tampoco le importaba demasiado precisarlo con palabras. Le había costado y mucho hablar de sentimientos, incluso en los momentos más cruciales de su vida en común, pero si de algo estaba convencido es de que sin ella se perdería hasta en su propio jardín. Pocos llegaron nunca a intuirlo, pero él era tan inseguro y titubeaba con tanto empeño ante cualquier decisión de importancia que, casi desde el principio de su relación, delegó en ella toda responsabilidad para que tomara las riendas y tratara de buscar la solución adecuada ante cualquier problema que surgiera. Y lo hizo, derivar cuidados, sin notar que la nueva Irene era menos espontánea, que su estrella hacía ya tiempo que había comenzado a brillar con menos fuerza y que aquel tono inquieto y vivaracho de antaño fue dando paso en ella al sosiego que a él le faltaba. Visto desde el otro lado, sus amigos y cuantos les conocían comentaban que  Irene, en su afán por mimarle y procurarle una existencia más sencilla, había ido dejando atrás buena parte de quien fuera en otros momentos de su vida.

Pero Peter, ajeno a casi todo que no fuera el mismo, ignoraba todo eso. Nunca fue capaz de empatizar más allá de breves instantes con nada de cuanto le rodeaba. No es que fuera insensible, ni un mal tipo. No era desconsiderado ni cruel con los demás, simplemente habitaba en su propio mundo y el resto del universo próximo le tocaba apenas de modo tangencial. Quería a Irene, pero también quería algunos días a Laura y otros a Carmen; incluso a Estefanía aquella jovenzuela que le volvió loco por una buena temporada. También la quiso a su modo a esa niña estúpida y loca de atar. Ninguna de las que hubo, salvo su eterna compañera, llegó a ser nadie importante en su vida. Simple juego ocasional, barcos a la deriva, capitanes y cocodrilos que zarandeaban de tanto en tanto su embarcación y que le permitían mantenerse en un confuso hábitat donde la madurez y las cosas serias no podían llegar a alcanzarle jamás. Hasta hoy.

Sabía que algo se había quebrado definitivamente en los últimos días. Irene le había dado esa misma semana un ultimátum y le pareció cansada. Le pareció de repente muy cansada, como nunca antes la viera.  Había tratado de desembarazarse de aquella incomoda sensación que ella le había transmitido,  de esa maldita pesadumbre que de repente parecía lastrar su día a día y que él, personalmente, no comprendía. Apreció en ella algo muy distinto y se supo al borde del abismo, naufrago sin destino en medio de la nada más atroz. Quiso escapar, juguetear como siempre, mirar hacia el otro lado de la calle como si todo aquello fuera tan solo un mal sueño, pero ahora parecía haber perdido también el favor de sus viejos amigos que no osaban mirarle y de Ramón, su adalid en todas las guerras. ¿Tú también hermano mío? dijo con una sonrisa intentando ganar terreno, pero aquel desvió la mirada y juraría que había visto en sus ojos un brillo de desprecio. Se sentó al fin en un ajado sillón de cuero y pasó el resto de la mañana, sumido por primera vez en su vida, en un tenso silencio. Todo comenzó a girar deprisa mientras registraba palabras y frases sin conexión alguna en su cerebro, deuda, cierre, despidos… Alguien, no supo quién, masculló entre dientes y con rabia – esta maldita situación ha acabado por asfixiarnos a muchos de nosotros. Todos asintieron. Las ideas comenzaban a agolparse, sin ningún orden, en algún punto de su cabeza que palpitaba con fuerza y parecía a punto de estallar. Se levantó nervioso y murmuró algo sin sentido a modo de excusa. Nadie le prestó atención, ni siquiera repararon en su ausencia. Salió presa del pánico. Quería refrescar su frente. Necesitaba un descanso, una tregua en medio de aquel vértigo que se le había instalado dentro. Apenas empujó la puerta se derrumbó. No sintió nada más. Solo le dio tiempo a atisbar por un segundo su rostro en el espejo y ver el miedo aferrado a sus ojos.