Tiempo atrás, imaginé una innovación económica. Aplicándola, las ganancias de la corrupción política beneficiarían a todo el país. Para entonces, el narcotráfico no impactaba nuestras finanzas, aunque ya las autoridades comenzaban a beneficiarse “haciéndose de la vista gorda” con el trapicheo de drogas. Reconocí que lo que imaginaba era un absurdo, y sólo llegué a comentárselo, a modo de humorada, a un puñado de amigos. Nunca imaginé que esa idea estrambótica e inmoral germinaba en aquellos momentos y terminaría siendo política de Estado.  

Pensé entonces, que sería rentable reducir el periodo presidencial a dos años. Una medida generadora de riquezas: duplicaría el número de políticos millonarios (dos años en un buen cargo público o traficando influencias generan millones de dólares). Aumentaría el circulante, crecerían las inversiones, y, por supuesto, se reduciría el desempleo. El gobierno de turno tendría la tarea, explicaba en mi propuesta, de ignorar el pillaje, facilitar el movimiento de capitales corruptos, y asegurarse de que estos fuesen colocados equitativamente por todo el territorio nacional. En otras palabras: el poder intervendría regulando la distribución del efectivo, garantizaría la impunidad, y mantendría los organismos fiscales alejados de los desfalcadores. La corrupción  generaría bienestar colectivo.

Aquella idea sin sentido, un sarcasmo lúgubre y pesimista, insinuaba la perpetuidad del robo público y buscaba una manera de aprovecharlo. Un disparate, no lo niego, una ocurrencia de humor negro. Pero mientras me creía un charlatán, otros habían considerado la innovación seriamente y comenzaron a ponerla en marcha. Poco a poco fue convirtiéndose en filosofía y praxis del desarrollo económico dominicano – sin la reducción del periodo presidencial – para nuestros gobernantes.

Aún antes del escándalo Odebrecht, la sociedad conocía de las fortunas amasadas en cargos públicos, y de cómo se invertían por todo el país. Estimulaban el desarrollo inmobiliario, ganadero, agrícola, y comercial. Veintenas de escándalos precedieron al de la constructora brasileña, y se conocen a sus autores. Pero Odebrecht terminó de educarnos sobre el fenómeno de la corrupción, de las vías del lavado, y del amparo que ofrecen los gobiernos a sus corruptos.

Simultáneamente, gobernando Leonel y Danilo, comenzaron a llegar dólares sucios del exterior. Esta república se convirtió en el destino predilecto de los inversionistas lavadores. El Banco Central, celebrando a diario la macroeconomía, nunca menciona que se sostiene en delitos financieros de todo tipo.

Así las cosas, y por orden de EUA, en estos días pudimos ver los detalles de otro imprescindible estimulante del desarrollo económico moderno: la empresa del narcotráfico. A través de los medios, hemos podido detallar y aquilatar la magnitud de los negocios de la organización de otro capo criollo, “César el abusador”, uno más de la dinastía mafiosa que reina sin grandes contratiempos en esta isla. Las inversiones de este convenientemente fugado personaje certifican lo sabido:  gobierno y narcotraficantes se apoyan y benefician mutuamente.  

Ahora, y sin titubeos, puedo quitarme de encima el complejo de tonto que tenía, pues lo que parecía un sinsentido hace veinte años viene siendo la estrategia de varios gobiernos para acicatear el desarrollo. Me quedé corto, pues si antes me limitaba a la corrupción política ahora tendría que incluir las inversiones de las drogas. A tal punto, que ya el apelativo de  “narcoestado” le queda pequeño al gobierno, pues es eso y algo peor.

El blanqueo de activos local e internacional, las riquezas del desfalco público, el narcotráfico amparado por el Estado, la impunidad, y la piratería política, son piezas esenciales de nuestro crecimiento y del bienestar de una minoría. El delito ahora es consustancial al ejercicio político, y todo indica que será interminable. Nuestra economía funciona al margen de la ley, es un exitoso proyecto concentrado en la sostenibilidad a corto plazo, irresponsable e indiferente al futuro. 

Estudiadas las cuentas de “César el abusador”, el juicio de Odebrecht, y la influencia política de los capos millonarios que disfrutan su retiro en este país, podríamos decir que todos nos hemos graduado con un Máster en economía criminal, impartido por “La universidad dominicana del perpetuo delito”.