La democracia que conocemos es una construcción histórica por la cual hubo que recorrer un largo camino para que, por ejemplo, hombres sin recursos económicos y mujeres pudieran ejercer el derecho al voto, o para que se asumiera como derecho la libertad de expresión y de asociación, la formación de partidos políticos y la celebración de elecciones libres y competitivas.

En ese recorrido pudimos construir un modelo al que llamamos democracia representativa, esto es, un sistema donde existe una división relacional entre quienes tienen la titularidad del poder (los ciudadanos) y a quienes se les transfiere esa titularidad (los funcionarios públicos electos). El pueblo gobierna través de sus representantes.

Además de las elecciones la democracia representativa ha creado otros canales a través de los cuales los ciudadanos pueden influir en las decisiones de los gobernantes una vez éstos llegan al poder. Esas vías unas veces son impulsadas desde el Estado -consultas, plebiscitos, foros- y otras son promovidas desde los ciudadanos -denuncias, presiones, propuestas-; ninguna de las dos son excluyentes y ambas son buenas para la salud de la democracia, siempre que sean procesadas de manera coherente por parte de los representantes.

Ahora bien, para que una política pública sea aceptada como tal no basta con hacer consultas, foros y congresos, sino que tiene que contar con la voluntad política, el respaldo normativo y el apoyo de los poderes públicos constituidos.

Sucede que nuestros gobiernos con frecuencia olvidan que fueron electos para desarrollar políticas públicas que respondan a las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos, y sólo ellos (aunque hagan todas las consultas necesarias a la ciudadanía), amparados en las leyes, pueden darle carta de obligatoriedad a tal o cual política. Así, no es raro encontrar funcionarios y gobernantes que frente a las exigencias ciudadanas por una determinada política se escudan en el argumento de que todos somos responsables, y convocan a foros cuyos resultados pocas veces son tenidos en cuenta.

Por ejemplo, el argumento esgrimido para no cumplir con la ley que otorga el 4 % para la educación es que hay que mejorar la calidad de la ejecución de los recursos, pero: ¿quién es el principal responsable de mejorar esos mecanismos? ¿Quién es el responsable de investigar y someter ante la justicia a un funcionario "corrupto patológico", o a los que gastan millones en tarjetas de crédito y encima no pagan la energía eléctrica que consumen en sus hogares? ¿Puede un ciudadano someter a la justicia a un funcionario que ahuyenta la inversión extranjera debido a que "si no le dan lo de él" no hay permiso para instalar tal y cual firma? ¿Quién es el que debe presentar a los ciudadanos un plan de ordenamiento de tránsito vehicular? ¿Quién es el que debe hacer cumplir la ley cuando un militar de alto rango, un funcionario o a un ciudadano común viola las señales de tráfico? ¿Puede un ciudadano llevar a juicio político a un diputado que golpea a su esposa o que no cumple con la manutención de sus hijos? ¿Puede un ciudadano impedir que un vehículo del Estado sea usado en campaña?

Los ciudadanos pueden contribuir a través de propuestas, denuncias, reclamos, e incluso participando junto al Estado en el desarrollo de determinadas políticas públicas, pero quien tiene el mandato del pueblo y la obligatoriedad que le confiere la ley para desarrollar políticas públicas universales y eficientes es el Estado. Para ello la sociedad paga a sus funcionarios, y con los impuestos de todos se les asignan vehículos y se habilitan sus oficinas con líneas telefónicas, fax y luz.

En estos treinta y tres años de proceso democrático hemos avanzado como sociedad y como Estado, pero si nos comparamos con otras naciones con menor crecimiento económico que nosotros no estamos para tirar cohetes al aire. A lo que aspiramos es a tener un Estado más eficaz y eficiente en el uso de los recursos públicos, que sea garante de la legalidad y no su principal impostor; un Estado que proteja de manera preferencial a los que menos recursos tienen para vivir con dignidad; un Estado con menos funcionarios públicos sin funciones –los famosos "come cheques"-. Necesitamos políticos que recuperen la dignidad de la política, que vivan de la política pero sin aprovecharse de ella para beneficio personal y de los de su grupo; que con sus acciones nos hagan sentir orgullosos de ellos y del país; que nos ayuden a recuperar la esperanza en una sociedad más equitativa, menos violenta y más comprometida con lo público. En fin, necesitamos una República Dominicana con más y mejor democracia, y para ello necesitamos más y mejor Estado.