Si tuviéramos que enunciar tres características esenciales que debe satisfacer la educación pública para ser coherente con las necesidades de una sociedad democrática, estas serían: constituir una responsabilidad social (el futuro del colectivo está comprometido con el destino de cada uno); asumir concientemente su función igualadora (las personas llegan a la escuela con una historia tras de sí, de la que no son responsables y por la cual no deben ser condenadas); y el Estado debe encargarse de asegurar el acceso y la calidad socialmente exigibles, a todos y todas por igual. 

Pero la educación dominicana es, en la práctica, una actividad más bien privatizada. El acceso a ella es en calidad de producto de consumo (satisfacción de una demanda por la que cada quien es individualmente responsable); se asume que todos llegan en iguales condiciones (a cada quien le irá bien o mal según sus propias posibilidades, generalmente no por mérito propio sino por la cuna donde nació); y el Estado es un ente que regula –medianamente- el encuentro entre oferta y demanda. 

Pero la educación no es como el champú o el refresco de cola. Mal que mal, a todos se nos dice desde hace dos décadas que la promesa de movilidad social -no importa el origen de cada quien- está cifrada en cuánto usted se haya esforzado estudiando y los títulos que acumule. 

El mérito es la llave del éxito, pero pocos encuentran la gaveta dónde esta guardada. Por supuesto, tarde o temprano, este cuadro termina provocando la indignación: la gente no sólo percibe que las oportunidades se distribuyen injustamente, sino que sus élites actúan como si así no fuera y nadie se diera cuenta de ello, y que el Estado democrático evidencia las costuras entre apariencia y fondo. 

Un repaso breve por todas las latitudes muestra cómo la temática educativa ha articulado actores sociales hasta ahora desencontrados. Inglaterra y la resistencia de los estudiantes ante el alza en las matrículas y el recorte de becas; Chile y la famosa "revolución pingüina" de 2006 que movilizó a los estudiantes secundarios; Puerto Rico, año 2010, con el despliegue de los colectivos estudiantiles de la Universidad estatal, tratando de impedir la ofensiva privatizadora. 

¿Se basta a sí misma la movilización para alcanzar una mejor educación? No. Según Carlos Peña, la literatura muestra que aún en realidades en que todos los niños y niñas por igual acceden a la escuela en condiciones mínimamente aceptables, las posibilidades de desarrollo de sus capacidades y talentos (lo que la escuela promete) están limitadas por las condiciones socio-económicas en que subsisten y por la relación entre educación y modelo de desarrollo vigente. En una idea, la escuela digna puede igualar condiciones educativas mas no puede alterar estructuras sociales de dominación que explican el conjunto de las desigualdades. 

Pero la educación en América Latina ha sido siempre una bandera de los sectores de avanzada en ideas y hechos. En República Dominicana, así ha sido desde Hostos en adelante. A cuánto se alcance socialmente con mayor y mejor educación, en las condiciones de igualdad que sólo la escuela pública puede prometer, es relativamente secundario. 

Una cosa sí es evidente, y es la dimensión política de estos fenómenos. En ello se reúne el civilismo, la inquietud ética y la actitud de futuro. 

La historia muestra que los sujetos sociales comienzan a articularse generalmente a tientas, primero que nada gracias a un espacio común de encuentro y acción. No hay política sin comunidad cívica. Tampoco existe proceso de reinvención social sin que primero se "dispare" y comparta un sentimiento de elemental indignación, un basamento ético que da cohesión y sentido a la acción. 

Por igual,  muestra la historia que los sectores más concientes y sensibles -típicamente los más jóvenes- se reconocen a sí mismos creando una distancia con aquellos que –según el chileno Carlos Pérez Soto- se limitan a "pedir lo que el sistema puede dar, y no ha dado todavía". A su decir, la política de avanzada es aquella que en vez de conformarse con el arte de lo posible, quiere ser el arte de lo imposible y se atreve a pedir, precisamente, lo que el orden vigente no puede dar. 

Más que amarillo, el panorama es colorido y deslumbrante como la primavera.