Ya se subieron el sueldo los regidores de Santiago. Los del Distrito, que estaban en repliegue táctico con lo de las pensiones, pero que difícilmente renunciarán a sus aspiraciones de “superación” personal, probablemente los imitarán. Y seguirán otros, porque el festín de los próximos cuatro años recién acaba de empezar. Pero sobre todo, porque todos estos vividores metidos a políticos saben que pueden contar con la más absoluta impunidad, piedra angular de la “democracia” dominicana.
El borrón y cuenta nueva, el no mirar para atrás, han conducido a este país a niveles de envilecimiento insospechados, que permean todos los ámbitos de la vida nacional. Porque ya no es solamente un asunto de política, si es que alguna vez lo fue: los políticos de todos los partidos y de todas la tendencias que nos han gobernado desde la muerte de Trujillo (con la sola excepción de Bosch) han convertido progresivamente la cultura del tigueraje sin escrúpulos en el modus vivendi nacional. Y no solo nacional: los mafiosos y sinvergüenzas dominicanos que ahora operan en todas partes del mundo han desacreditado la nacionalidad a tal punto que, donde quiera que vayas, viajar con un pasaporte dominicano te expone a humillaciones y vergüenzas.
Aquí en el país la falta de escrúpulos te acecha en todas partes: en la consulta del médico que te manda pruebas carísimas que no necesitas porque es socio de la empresa que las realiza; en el estudiante universitario que googlea las respuestas del examen que le estás dando; en el exterminador que te garantiza el servicio y no aparece cuando el comején retorna; en el conductor que te rebasa ilegalmente en la fila del semáforo; en la empresa que te vende una velocidad de internet y te entrega otra; en el comentarista político en quien no puedes confiar porque sabes que vende su análisis radial al mejor postor. Y esta es la experiencia de un solo día; multiplique ahora por 365 y tendrá una panorámica de lo que se ha vuelto la cotidianidad en nuestra floreciente democracia.
La ilegalidad y la indecencia han ido copando todos los resquicios de la vida nacional y aunque muchos factores han contribuido a este estado de cosas, sin duda la responsabilidad última reside en la cultura política de la impunidad, de la falta de consecuencias para casi todo y casi todos. Contrario a las políticas económicas neoliberales, éstas sí que “chorrean”: los precedentes que se sientan en los niveles más altos van destilando hacia los niveles más bajos, en un círculo vicioso infernal e infinito, que inevitablemente lleva a donde estamos ahora: a ese lugar donde nadie, del Presidente de la República y el Procurador General para abajo, tiene la estatura moral para reclamarle a nadie el cumplimiento de las reglas porque, para garantizar su propia impunidad, todos han sido cómplices de los desmanes de otros.
Por eso es que, con pocas excepciones, los políticos de oposición lucen tan ridículos cuando acusan a los políticos de turno de hacer lo mismo que ellos hicieron o aspiran a hacer; los empresarios suenan como unos hipócritas cuando se quejan de la falta de seguridad jurídica que tan buenos réditos les ha proporcionado a lo largo de los años; por eso es que las cartas pastorales y los editoriales de los periódicos suenan con tanta frecuencia a pluma de burro. Todos comen del mismo pastel, pero algunos practican con tanta habilidad el arte de sermonear que nos llegan a convencer de que están por encima del cieno y que además defienden los más puros intereses de la patria.
En otros países hay escándalos de corrupción y mafias políticas, por supuesto, pero al menos algunas instituciones estatales funcionan como deben y logran mantener un mínimo de institucionalidad, sobre todo en el ámbito de la justicia. Aquí, por el contrario, no funciona prácticamente nada: ni las altas cortes, ni los árbitros electorales, ni el Congreso, ni la Defensoría del Pueblo, ni la Cámara de Cuentas, ni la Procuraduría, ni la PEPCA. Nada está por encima de las ambiciones particulares, los intereses sectarios, las complicidades sistémicas.
Y una se pregunta ¿cómo es posible que persista tanta degradación, que se eternice este estercolero político? ¿Con cuáles mecanismos cuenta esta gavilla para subsistir y prosperar? Algunas respuestas vienen de inmediato a la mente, como la pobreza y la pésima educación que sirven de sostén al clientelismo de las tarjetitas; la alienación política de tanta gente deslumbrada con la cultura del espectáculo y el consumo; los medios de comunicación corporativos que, a pesar de la mediocridad, las bocinas pagadas y las omisiones selectivas, mantienen la ficción de la libertad de prensa, para citar algunas.
Pero sin duda uno de los mecanismos más efectivos es el rol político que cumple la Iglesia católica, intérprete magistral del difícil arte de beneficiarse a manos llenas del mismo sistema al que periódicamente critica. Estas críticas ocasionales le dan cierta verosimilitud a su papel de Tutor Moral de la Patria por Disposición Divina y le permite seguir mercadeándose como el último valladar que nos separa de la anarquía moral absoluta. La religión es la fuente de toda ética, nos dicen; sin ella caemos en el abismo de la relatividad moral y el caos.
La gran paradoja que subyace a este argumento es, por supuesto, que esta defensora indispensable de la moralidad ha estado presidiendo, junto a sus socios políticos, sobre la degradación de la vida pública nacional convertida ahora en chiquero, aportándole a los gobernantes el mínimo de legitimidad que les permite seguir (mal) administrando el Estado. Lo hace de mil maneras: santificando sus triunfos electorales con Te Deums catedralicios, presidiendo sus inauguraciones chiquitas y grandes, mediando en sus conflictos gremiales, administrando sus pactos sociales, etc. Con Agripino mediando la búsqueda de una solución “satisfactoria” de las leyes electoral y de partidos políticos, con el rector de la Universidad Católica haciendo lo mismo con los médicos, el sistema sigue avanzando, aunque sea a empujones. Y por ahí viene otro gran triunfo político, la firma del Pacto Eléctrico, también negociado y legitimado bajo la autoridad de la Iglesia, como lo son todos los pactos y acuerdos políticos de importancia.
Y aunque la Iglesia cobra caro por sus servicios, la legitimidad que aporta es tan necesaria que los gobernantes de turno siempre están dispuestos a pagar. Y el sistema se mantiene, y la debacle moral continúa…