A los licenciados Rodolfo Valentín Santos, Juan Miguel Castillo Pantaleón, Daniel Beltré López y José H. Bergés Rojas, desde galaxias distintas mis primeros mentores, a quienes ahora entiendo comprender mucho mejor. Gracias!
Nací en el Centro Médico UCE de esta Ciudad Primada de América en los albores del gobierno del Dr. Salvador Jorge Blanco. De mis primeros años en esta selva urbana, me cuentan mis padres que empecé viviendo no muy lejos de esa clínica en la misma Ave. Máximo Gómez, y luego por poco más de un año en el Km. 8 de la Ave. Independencia. Pero los primeros recuerdos que registro del mundo de los vivos corresponden a mis experiencias en el sector Honduras del Oeste, mejor conocido como el Invi, en el Km. 10 de la Ca. Sánchez, justo antes del Club Casa de España. Ese barrio fue mi base de operaciones y centro de formación humana hasta pocos días después de cumplir mis 20.
Aunque siempre fui un niño muy inquieto y jodón como el que más -y ahora que lo pienso tampoco es que he cambiado mucho-, mis fechorías no pasaban de cosas de muchachos. Y si bien en los barrios el diablo nunca duerme y las tentaciones siempre te esperan al doblar de cada esquina, tuve el privilegio de contar con unos padres que asumieron mi formación integral como su fin existencial. Al tiempo de que en el deporte y en la música, núcleos en torno a los que giró prácticamente toda mi adolescencia -y en virtud de los cuales también hice vida en algunos de los barrios tradicionalmente calientes del país-, encontré la coraza moral que me hizo invencible a los riesgos negativos de una juventud inquieta y atrapada en los contornos de las clases media y baja de nuestra estratificación social.
Así fue como ser decente, disciplinado especialmente con mis compromisos educativos y respetuoso con el prójimo en general, nunca me fue un inconveniente, como tampoco usar condón -por miedo al sida tanto como a un embarazo indeseado-. En fin, desde muy temprano aprendí los códigos del barrio sin mayores sacrificios que aceptar mi realidad social consciente de dominar en algún sentido la frontera entre lo correcto y lo incorrecto, de cara a mis aspiraciones y sueños. Me refiero a detalles tan simples y relevantes a la vez como saber que en tal esquina venden droga -y lo que ese santuario significa en un barrio-, o que fulanito -quien antes fuera mi panita- es ahora una ficha peligrosa, pues un delincuentico, un vicioso o una mala influencia a quien debía evitar.
Pero mis conocimientos sobre ese mundo oscuro que es faceta -cuando no portada- de la mayoría de nuestros sectores populares, no me vienen solo de mis años en el Invi o en Invivienda -donde posteriormente continué echando raíces comunitarias-, pues también de mi experiencia en New York City, donde las tentaciones y las trampas morales adquirieron otro nivel de sofisticación, pero que también entiendo haber enfrentado y vencido con éxito, y quizás por eso ahora les comparto estas ideas escritas desde donde solo puedo ver el barrio -como ideología y estilo de vida- a través de mis recuerdos.
En síntesis, como testigo de excepción, y no obstante lo mucho que ha llovido desde mis días en el Invi, de República Dominicana yo sé lo que es el tigueraje y la delincuencia, al menos en un nivel básico. Y hasta recientemente, también entendía comprender como opera en sus formas más trascendentes la corrupción empresarial y en el sector público, especialmente respecto del sistema judicial dominicano, al que he pertenecido por casi 20 años; primero como alguacil y luego como abogado de ejercicio interrumpido, salvo para atender proyectos académicos en el exterior por breves estadios.
Digo “entendía” -en pretérito imperfecto- pues con mi experiencia profesional en el Caso Odebrecht y las puertas que esa coyuntura me ha permitido cruzar, he tenido que revisar todos mis conocimientos en la materia y aceptar que ni siquiera abusando de mi creatividad habría imaginado que en la Justicia dominicana las cosas son como son, pues tigueraje y corrupción adquieren otra connotación que ni en películas del antiguo Hollywood había advertido como posibilidad.
Lo más impresionante en este despertar fatídico de mi inocencia, es como todo se sabe; algo así como secretos de dominio público, al menos en las oficinas y en los históricos pasillos del Palacio de Justicia de Ciudad Nueva, y en ese mundo, los que no son cómplices del silencio, es que como yo hasta recientemente, continúan en la cueva, solo de paso por esos pasillos, o bien, aún no han llegado al tártaro de nuestro sistema judicial, que es lo que creo estar observando ahora.
Me parece increíble como todo el mundo sabe, sino todo, casi todo lo que se dice -como verdad comprobada o rumor con buenos indicios- de todos los que pertenecen a estas aguas. Que a quién pertenece cada juez o jueza -como que son una cosa o instrumento de alguien que detenta Poder público desde otra esfera-, que con quien estuvo o está en una relación íntima cada quien, que como tal abogado es marido/novio/amante/amiguito de tal jueza -y viceversa- por ahí se resuelve la cuestión, que si en tal caso tal juez recibió tanto, o que si tal procurador es el que puede resolver eso porque a través de fulano él fluye, que tal juzgado de la instrucción responde a los intereses incondicionales del Ministerio Público o del tal otro Juez de más arriba, que tal juez o jueza no conviene en el caso porque está amarrada con mengano -un funcionario pesao del otro bando-, o que va a fallar de tal manera pues eso le sumará en sus aspiraciones a tal cargo, etc.
En definitiva, desde una perspectiva axiológica, hoy no me parecen muy claras las diferencias entre ambos mundos, barrio y Justicia -con la chismografía incluida-. Esto lo digo con pesar y tristeza, enfrentándome a la idea amenazante de que mis anaqueles de libros que con tanto esfuerzo he logrado no resultan tan importantes como pensaba para el éxito profesional al que aspiro ejerciendo la abogacía en la República Dominicana. Y así, he llegado a otra conclusión: no es cierto que Cabo e’ vela, Bubila, La Muela, El Kani y demás personajes protagónicos del tigueraje de mis días en el barrio, resulten moralmente inferiores a muchos de los honorables jueces, fiscales y prestigiosos abogados con los que me ha tocado lidiar en esta incipiente etapa de mi carrera profesional [me gustaría pensar como un aliciente que ellos también están conscientes de eso, sobre todo cuando les toca juzgar y acusar a otros]. Y esta en particular es la principal moraleja de mi experiencia como abogado en el Caso Odebrecht: ser abogado de élite en mí país no es tan divertido y mucho menos honorable como siempre pensé desde otra latitud en el escalafón de la profesión. Por eso, ahora que aún soy un joven soñador feliz y con energías para seguir siéndolo, hoy empiezo la búsqueda de alternativas a continuar en esta carrera, especialmente en su versión que he descrito y a la que llegué sin darme cuenta.