A mediados del 2014, el Ministerio de Hacienda sugirió la idea de reducir los sorteos diarios de las distintas loterías existentes y en los seis años transcurridos desde entonces han sido pocas las reacciones a favor de esta importante recomendación.
En el país funcionan más establecimientos de juegos de azar que escuelas, colegios e iglesias de todas las denominaciones juntas. Es mucho mayor el gasto en loterías, juegos de azar y apuestas, que el consumo nacional de leche y carne. La gente gasta lo que no tiene en la vana ilusión de conseguir un golpe de suerte que cambie radicalmente su vida y, aunque uno que otro lo consigue, la casi totalidad de la población que se aferra a ese sueño despierta decepcionada al chocar al día siguiente con la realidad.
Uno de los premios más alto obtenido en esas loterías, y este no es un chiste, ocurrió a comienzos de ese año y una de ellas anunció en un corto mensaje de prensa que el boleto ganador se había vendido, léase bien, ¡en Turcos y Caicos! Y se acabó. Tenía un acumulado de unos 170 millones de pesos y, por supuesto, nunca se anunció la identidad de tan feliz ganador.
Pretender eliminar esos negocios es casi imposible, a menos que un gobierno decida cortar por lo sano y limite el número de loterías. Cuatro son demasiado para un país tan pobre y pequeño como el nuestro, o haga lo sugerido por el Ministerio de Hacienda, es decir, reducir los sorteos a uno o dos días por semana, restringiendo la capacidad de invención creadora de todas esas modalidades diarias como Kino, Palé, etc., que empobrecen cada día más a una población menesterosa.
Lo cierto es que la proliferación del juego no aporta nada positivo al país y el alegato de que genera empleo no lo justifica, mucho menos saber que el impuesto a las ganancias del juego es inferior al impuesto al salario formal. Los señores del juego son un grande y creciente poder político.