No hay un día de la semana que por relatos verbales (radio bemba), las redes sociales o por las crónicas periodistas, no sepamos de una, dos, tres, cuatro, cinco y más tragedias, perpetradas en algún punto de nuestra amada República Dominicana. No nos referimos a los accidentes de autos, puesto que, con sus estadísticas alarmantes, requiere un capítulo aparte de cualquier historia periodística.
Nos referimos a las desgracias ocasionada por balazos, machetazos, cadenazos (a veces le ponen candados en la punta a las cadenas para que hagan más daños), puñaladas (degüello), batazos, ácido del diablo. Esa violencia, que se ejerce con una desbordada creatividad, ataca al prójimo en dos frentes: la delincuencia, que no se limita a despojar al ciudadano de sus pertenencias, sino que lo asesina. Recuerden la joven de la joyería de la calle El Conde, en la Zona Colonial, de Santo Domingo, que después que el rufián le roba la degolló.
El otro frente de ataque al prójimo es que hasta por una “picada de ojo”, una discusión de tránsito o por un parqueo, un roce, uno mata al otro y le da un tiro de gracia.
La vida en sociedad, francamente, no está garantizada y los individuos vivimos en una constante zozobra, esperando siempre y sin saber cómo ni cuándo, vendrá el ataque despiadado de los rufianes; sea por delincuencia o agresión por “cualquier quítame esta paja”. A veces se nos enfría de repente el alma, cuando vamos por cualquier calle y sale de repente un motorista o cualquier ciudadano caminando rápido y pensamos que nos viene a atracar.
Es sensacional el incremento de los sucesos de sangre, que si el Estado en sentido general no toma medidas rigurosas para evitarlos, la ciudadanía se verá en la obligación de buscar sus propios medios de defensa. Es un problema social que no se limita a la Policía: el agente no está en la habitación para evitar un abuso sexual o que, por infidelidad, el marido le da 67 puñaladas a su mujer, como ha ocurrido. No pueden persuadir a la gente a que se suicide, como la niña de 9 años que se quitó la vida. Ni los policías pueden evitar que los jóvenes salgan a delinquir por el desempleo.
El Gobierno debe crear fuentes de empleos en los barrios: implementar programas de distribución de riqueza y rápidamente se verá la disminución de la delincuencia. No habrá equilibrio en la sociedad, mientras todos sus componentes no seamos iguales ante la Ley: que no hay distingos para que unos puedan violarla y otros tengan que cumplirla. Las autoridades deben procurar igualdad para que no haya abusos, que es lo que engendra el desorden y la ley del más fuerte. El desorden deja el ciudadano desprotegido, como palomas a merced de los cazadores.