Mary tiene papá, mamá y cuatro hermanos y hermanas. Nació en lo que se llama una “familia funcional”, ya que su padre y madre viven bajo el mismo techo.

El papá sostiene apenas su familia con el pluriempleo, la mamá, siempre enferma, hace lavados cuando puede. La familia vive en dos habitaciones, una sala minúscula donde se guarda el  motor de noche para que no lo roben, y los seis duermen en una sola habitación en forma de un gallinero, con distintos nichos. Así, hasta donde le alcanza la memoria, nada de la vida le ha sido ajeno a Mary como a la gran mayoría de los niños y niñas de las familias que viven hacinadas en “partes atrás” y casuchas.

La generalidad de nuestros niños y niñas está en contacto con todas las prácticas sexuales desde que tienen uso de razón y a veces hasta comparten cama con sus progenitores o los compañeros de sus madres. El sexo es parte integral de su vida.

Los padres de Mary asisten a la Iglesia, hacen los cursillos, los retiros, nunca faltan a misa y llevan un rosario al cuello. Los preceptos de la Iglesia  no les son ajenos.

Son el prototipo de la “familia modelo”, un padre, una madre, feligreses ambos; en fin, el marco ideal para desarrollar una familia según los mandatos de su fe,  y como lo sostienen también todos los proyectos que hacen énfasis en la familia como el núcleo del desarrollo adecuado de los niños y niñas.

Mary  es inteligente, buena alumna, destella chispas, pero como a otras tantas muchachas le salió un cuerpo de mujer desde los nueve años superando el tamaño de muchos adultos. Toma espacio y más crece, más comida exige.

Hasta ahora vamos bien. La familia, la Iglesia, los estudios. Mary lo tiene todo bien. Siguió el programa de educación sexual  integral y científica en la Fundación Abriendo Camino. Fue muy asidua y recibió todas las orientaciones necesarias. Sabe los riesgos, cómo prevenir embarazos y detectar y rechazar un eventual depredador, hasta tomó clases de karate.

Ahora bien, los niños crecieron y Mary y sus hermanas andan para arriba y para abajo en las calles del barrio. Ya no caben en el gallinero. El cambio de Mary no ha escapado a ojos advertidos: más segura, un poco desafiante, pero todavía tan niña.  En resumen, Mary  tiene amores con un hombre de 30 años, lo que está castigado por la ley. En este caso el hombre, “muy sabio”, pidió permiso para los amores a la madre quien consintió. A cambio, el enamorado le pasa  un dinerito para ayudarla en su economía familiar.

Así la menor puede tener relaciones sexuales con la bendición familiar. Se esfumaron los preceptos religiosos, al igual que los  beneficios de los cursos de educación sexual integral. Su mamá, cansada prematuramente por la vida, no conoce los derechos de la niñez y tampoco ha pensado en  llevarla a Profamilia ya que ella misma nunca uso contracepción y que la Iglesia no lo permite. Dentro de poco Mary agrandará la larga lista de embarazos en niñas que nos hace merecedores de la tercera posición en América Latina, y dejará la escuela.

Para evadir cualquier querella de abuso a menor, o para que las familias retiren sus acusaciones es suficiente con que el infractor alquile una pieza, compre algunos “trastes”, y mude esa niña que “ya no es señorita”.

No puedo impedirme de pensar que no hay muchas diferencias entre el caso de Mary, de todas las hermanas de Mary que vemos en nuestros barrios, y  los casos de las niñas  menores de Sosúa ofertadas  y vendidas en prostitución por sus padres, según recientes reseñas de prensa.

Definitivamente,  como lo dice el filósofo Tzvetan Todorov, los individuos pobres no son libres.