Conocí la obra de Martin (Marty) Scorsese, comiendo palomitas con dientes de leche. La de Aurora Arias, hace poco. El dirige largometrajes, ella escribe cuentos. Ambos coincidieron en un fin de semana durante mi descanso. Anticipaba crudeza en la más reciente película del cineasta, mientras leía Emoticons de la escritora a modo de entremés. Dos veces me equivoqué. Fue ella la que me hizo apretar los dientes, Arias no cuenta historias ligeras. La película El irlandés (2019), tampoco lo es. A pesar de su espeso contenido, me parece la cinta gansteril de Scorsese más fluida e íntegra. En paralelo, la lectura de Arias me reveló coincidencias entre las atribuladas mujeres de sus cuentos y los envejecidos gánsteres neoyorquinos del director estadounidense.
Una de tantas veces durante mi niñez, me colé en una sala de cine a escondidas. La película me importaba poco, solo quería oir Daniel, de su banda sonora. La cantaba un inglesito que empezaba a sonar en la radio. Así entré con diez años a ver la ópera prima de un tal Martin, de apellido para mí impronunciable. La película se llamaba Alicia ya no vive aquí (1974). A esa edad poco me importaban las vicisitudes de una mujer sola con un niño, temática del filme. Yo solo quería oír a Elton John.
Leyendo a Aurora, en lo que esperaba para ver a Marty, recordaría a Ellen Burstyn (Alicia) ganadora del Óscar a la mejor actriz del año. Rebeca, el personaje de Arias en su cuento titulado Monte de Cristo, cuando ya no era Daniel sino Livin’ la vida loca lo que sonaba en la radio, es su Alicia literaria. La escritora dominicana coloca su visión láser sobre Rebeca, otra madre sola y atribulada como la de Scorsese. Aurora saca un retrato espantoso de la violencia contenida al seno de un ambiente en apariencia normal. Una radiografía de difícil lectura para la sociedad dominicana, reconocer los riesgos reales del feminicidio. Una violencia que solo reconocíamos en parejas de la gran pantalla como Jake y Vicky La Motta en Toro salvaje (1980). Del cuento de Aurora, sorprende su capacidad de enrostrarnos cómo, en el ambiente festivo de una discoteca en que ocurre, esa tensión subterránea se esconde.
Sin que se derrame una gota de sangre, el suspense del cuento es tremendo. Como los logrados por Marty, cuando demostró con Cape fear (1991) y Shutter Island (2010), que podía acogerse a la estructura clásica del cine negro. Con aciertos memorables en décadas previas, fue hasta los noventa que conocimos un cine de Scorsese que puede salirse y volver a entrar de un estilo más propio. En esas dos películas saluda a maestros clásicos del cine de los años cuarenta, pero su antología está marcada por un sello personal. Está repleto de cortes de edición organizados por su colaboradora Thelma Schoonmaker, su bella genio en la botella.
En los años setenta, Scorsese era tema de amplios debates de los que no fui parte a causa de mi corta edad. La polémica que desató Taxi driver (1976) no fue pequeña. Y aunque la travesura de entrar a escondidas a salas de cine se me daba fácil, me auto-censuré en ese caso. No tenía deseos de ver a Jodie Foster, una niña actriz del cine del Walt Disney de mi preferencia, convertida con una prostituta. El apellido deslizado en eses, Scorsese, devino en sinónimo de tabú.
La escritura de Aurora Arias airea tabúes. Es como el polvo levantado por las pisadas de un jonronero que avanza veloz. Es, además, una narradora omnisciente muda; no dice lo que piensa de sus personajes, solo recorre sus bases. El lector queda sobre líneas que conducen al centro del conflicto de ellos, Aurora pisa fuerte donde se encuentran. Gente en callejones sin salida de la vida, barrios completos pero atrapados como el propio país donde están, y que constituye una prisión emocional. Su ficción se basa en una realidad reconocible, la expone sin voz reflexiva.
Leía a Aurora, al tiempo que recordaba mi relación con el viejo Marty. A los dieciséis años, reté al tabú. Me fui de frente y sin esconderme a ver Raging bull (1980), solo para encontrarme que no tenía madurez para absorberla. Como toda adolescente, mis porras cinematográficas de ese año se volcaron sobre Ordinary people (1980), ganadora del Óscar, dirigida por Robert Redford. Todas las niñas estábamos enamoradas de Timothy Hutton, el chico atribulado de la familia común y corriente de la historia. El tiempo explica lo que a veces, las premiaciones o el gusto popular niegan. De acuerdo al Instituto Americano de Cine, Toro salvaje es la cuarta de cien películas, consideradas como lo mejor de la antología cinematográfica estadounidense. La de Redford, ni siquiera aparece en la lista.
Seguía leyendo a Aurora, en lo que dejaba a Marty para una tarde-noche de domingo frente a Netflix y palomitas de microondas. Su escritura puede describirse con el sonido de su propio nombre y apellido. Aurora Arias vocaliza a sus personajes sin caerse con las “r” o tropiezos que protagonizan sus femeninas. Al cierre de cada cuento, se desliza segura, como la “s” final que completa la rítmica combinación de su nombre y apellido. Aurora Arias es una autora de cuadrangulares.
Mi mente pasaba un juicio histórico, ya no a Marty sino a mi capacidad de haberme comunicado con su cine, de forma paralela a mi generación, cuando The color of money (1986) y Goodfellas (1990), cruzaron la cartelera siendo yo una joven adulta. Scorsese me parecía una especie de Coppola bizarro. Prefería al autor de la saga de los Corleone, como si acaso fuera necesario escoger. La mayoría de edad que alcancé en los años ochenta, me permitió dos cosas: votar en elecciones y ver películas de los setenta que me estuvieron prohibidas. La manía de escoger, y andar siempre enfrentando a los autores en inútiles competencias, la superaría después. El cine, como la literatura o la música, es un gozo, no un proceso electoral.
En esos años, los centenares cortes de Scorsese me abrumaban, la regalada violencia me aburría, y el supuesto tabú no me impresionaba. Los ochenta fueron los verdaderos sesenta dominicanos. Hubo mucha rebeldía contenida entre los que salimos a la mayoría de edad la Década Perdida. Me pareció que fue más el aspaviento del arzobispado de Santo Domingo, el causante de la búsqueda frenética de La última tentación de Cristo (1988) en clubes de videos. La juventud estaba expuesta a verdaderos y más graves peligros entonces, derivados del caos financiero del país y la apatía colectiva.
En el cine, Miloš Forman, Sidney Lumet, Bernardo Bertolucci, Ridley Scott y la debutante en la dirección Barbra Streisand, pionera en la dirección femenina, tenían un discurso fílmico que, al menos a mí, me parecía de expresión cinematográfica más clara y acabada. Mi gusto de entonces, no conectaba con el caos al que adrede Marty somete a la audiencia. De caos venía yo cansada en los complicados ochenta. Pero ese era solo mi caso. Scarface (1983) de Dino de Laurentis, fue la película más taquillera del país en esa década. Los dominicanos hemos mantenido una relación extraña y de definido culto con el cine gansteril. Quizás Aurora se anime a escribir sobre las mujeres en el mundo gansteril del narcotráfico y la política dominicana.
Al tomar un libro de Aurora por primera vez hace apenas días, desde su cuento Derrumbe, me hizo caer emocionalmente con fuerza newtoniana. Contrapone las dos grandes tragedias de los habitantes a cada lado de la isla la Hispaniola: el hambre y la falta memoria. Mis afectos con Marty creció con los años. Llegaron los años noventa y Marty, según cuenta él mismo, pasó por cambios sustanciales en su vida. Su cine lo reflejó. No importaba si eran relatos del siglo XIX o el XX, La Edad de la Inocencia (1993) y Casino (1995) proyectan personajes femeninos que capturaron la atención de la crítica. Poco importaba si dentro o fuera del predilecto mundo gansteril del director, demostró que tenía visión inteligente para la sofisticada psiquis femenina. Scorsese se había sumado una nueva cultora. Una servidora.
Aurora es como hija de Marty en el desarrollo de esa técnica intensa, que, en mi opinión, Scorsese llevó a grados de perfección solo con el tiempo en el cine gansteril. Para una muestra, lea de Arias su cuento Click, donde la autora dominicana utiliza la pasiva-agresividad de nosotras, las mujeres dominicanas, como elemento narrativo. Esta puede ser tan pasmosa, como la de un bandolero de películas de Marty. Lo que ocurre entre un grupo peculiar de mujeres en su cuento, se replica con la misma facilidad en el más “ingenuo” chat de madres criollas de la escuela. Quizás resolvimos problemas macroeconómicos, pero hay una tensión irresoluta en nuestras relaciones interpersonales, que Aurora captura como una radióloga de letras. El miedo no nos ha abandonado.
En retrospectiva, no escatimo el valor de Toro Salvaje, como una de las obras emblemáticas de la década de los setenta y de la antología del cine en general. Sin embargo, es en El lobo de Wall Street (2013), y no en la que le mereció el Óscar, Los infiltrados (2006), la película donde el espesor de escenas, tomas, parlamentos y banda sonora que caracterizan al cine de Scorsese, se eleva en una crónica sofisticada que sortea, humor y denuncia, con una formidable histeria. En Travesía, Aurora te sube a bordo de un buque a la deriva, el Midnight; o bien, la vida de una mujer y sus vaivenes. Si de histerias conducidas por un buen narrador hablamos, esa es una interesante muestra.
Hasta este año afirmaba que cuando Scorsese salía de la escena gansteril del siglo XX, hacía su mejor cine cuando estudiaba otros dramas históricos, tales como, Gangs of New York (2002), El Aviador (2004), Hugo (2011). Como se dice tan bonito en inglés con una frase verbal El Irlandés, prove me wrong. En El parquecito, otro cuento de Aurora, me sentí tan abrumada como Goodfellas o Casino. Pero al llegar a su línea final pronunciada por el personaje Camilo, el izquierdista, parado al lado de la estatua de Juan Pablo Duarte de ese parque, entendí el diagnóstico final de Aurora: …si hubieran querido acabar con todo esto desde ahí afuera, desde el malecón, un par de cañonazos al llegar o al irse hubiersa sido suficiente. Los ganadores de la guerra de abril fueron los gringos, así como lo oyen. 5:10 a m.: Duarte y su parquecito quedaron muy solos, cuando dentro de poco, empiece a clarear”.
Y así, entre Aurora y mis recuerdos del Marty de otros tiempos, llegué a El irlandés. Antes veía en la biografía de Arias que además escribe poemas. Marty también. Su cine documental, volcado a la historia del cine y del rock, es su trova. George Harrison, Living in the material world (2011), una obra maestra del cine documental, me atravesó el alma. Me encantó El irlandés, y diré con dos ideas por qué.
La primera, Scorsese da justa perspectiva al perfil de gánsteres, como se hace en Mad Men. No, no es todo herencia siciliana. La violencia social (y doméstica) de la segunda mitad del siglo XX americano, se germinó en la secuela emocional que dejaron la Primera, la Segunda Guerra Mundial, Vietnam o Corea. Antes de ellas, los traumas de la Era de la Depresión. Como Aurora, los personajes de Marty explican sus crisis de hambre, memoria e identidad.
Lo segundo, cuenta una historia americana de traspatio, como dice Isabel Allende en una de sus novelas, por ese lugar donde las casas pierden su natural prestancia. Ese olor desagradable que llega hasta el traspatio de la Casa Blanca. La pluma de Arias se atreve llega al rincón trasero del hogar dominicano; al punto de dejarnos ver a un haitiano caer en el traspatio de la casa de una señora mayor dominicana, calcinado por un cable. Él tenía hambre. Ella, alzhéimer, el que un poco tenemos todos, y nos impide entender el vacío dentro de esas tripas del primero.
Al final, todos somos un poco rudos como los chicos de Marty y las chicas de Aurora, porque cargamos con una historia que no es solo nuestra y de cuyo peso solo la muerte nos liberará completamente, aun cuando luchamos día a día contra nuestros temores. Al irlandés y a la ancianita desmemoriada se les hizo eterna la espera, dándole oportunidad tanto a Marty como a Aurora, de revelarnos que somos parte integral de esa trágica demora.
Para mi tuit-amiga @AuroraArias3 con aprecio.