En qué momento se jodió la Academia, se preguntó algún amante del parafraseo cuando vio que el autor de Conversación en La Catedral, uno de los libros más representativos del boom (bombón) latinoamericano, había sido elegido para integrar el órgano rector de la lengua francesa.
En efecto, el pasado 25 de noviembre, el escritor peruano recibió dieciocho votos que le autorizan a sentarse en la silla que fuera de Michel Serres. Bienvenue chez-nous Monsieur Vargas; le habrían dicho con entusiasmo.
La Academia Francesa fue fundada en mil seiscientos treinta y pico bajo el auspicio del cardenal Richelieu y desde entonces se encarga de dictar las normas del buen hablar y del mejor escribir, para lo cual elabora –sin la premura de estos tiempos hipermodernos– un diccionario, digamos oficial…
Yo pensaba que en este círculo de célébrités no había lugar para los extranjeros pero sí. Baste preguntarle al rumano Eugene Ionesco o al poeta de Santiago de Cuba, José María de Heredia. Sin embargo, existe (existía) un obstáculo que parece (parecía) insalvable para don Mario: nunca ha publicado en francés.
Quizás los expertos en palabras olvidadas consideraron que era bueno para el rating echar mano de un escritor que ostenta un Nobel, aunque sólo haya publicado en español. Tal vez pensaron que era suficiente haber escrito una novela (El Paraíso en la otra esquina) dedicada a un par de personajes de allá: el pintor Paul Gauguin y su pariente Flora Tristán.
Asimismo, me entero de que existe otro requisito nacido de la tradición: Aquel que tenga ganas de pertenecer a esa variante del club de Tobi (¿se acuerdan del amigo de la pequeña Lulú, que no admitía mujeres en sus juegos?) debe escribirle una carta (a mano, obvio) a cada uno de los miembros para exponerles –con claridad y sin faltas de ortografía, supongo– sus más profundas y sinceras motivaciones. Cómo habrá fatigado al papel, como decía Borges, al redactar más de treinta misivas y sin poder servirse de computadoras, impresoras ni del tan útil copy-paste.
Entrar al mundo de la Académie no es sencillo. La costumbre les exige una vestimenta con todo y espada. Según Dominique Fernandez, elegido en 2017, hay un comité que se encarga de conseguir euros, muchos, muchísimos, para pagar tales objetos. Por lo que toca a la confección del traje, negro y con ramas de olivo en verde y oro por favor, el buenazo de Dominique, que es de gustos austeros, se buscó un sastre del ejército que nomás le cobró cincuenta mil, pero si Mario opta por pedírselo a la Maison Cardin, el precio puede alcanzar los trescientos mil euros. En contrapartida, la Academia paga 120 al mes…
En tiempos lejanos, la espada era el símbolo distintivo del académico y aunque no era obligatoria para los curas ni para las pocas mujeres que la han integrado, algunas de ellas, como Hélène Carrère d’Encausse, Florence Delay, Assia Djebar, Danièle Sallenave, Dominique Bona y Simone Veil, portaron la suya con orgullo.
Al respecto, no sé por qué las feministas de París y alrededores no se han puesto a arrojarles tomates a los machos alfa de la prosodia, pues la elección de Chantal Thomas parece insuficiente para disminuir las diferencias de género y, por si fuera poco; al peruano se le critica de columpiarse demasiado hacia la derecha, aunque eso último; no deja de ser una cuestión personalísima…
¿La nueva espada tendrá algún signo distintivo como reza la tradición? ¿Cómo la de Jean Cocteau, que gracias a Cartier estaba salpicada de diamantes o la de Jaques Cousteau, de cristal y fulgurante, tanto que su brillo llegaba hasta el rincón más apartado del océano?
Algunos se preguntan si Marito dejará de ser un «obrero literario», como lo llamaba el editor Carlos Barral, para ceñirse al ritmo de bostezos de la Academia, que requiere medio siglo para sacar su diccionario…