Entumecido el pueblo entre asistencialismo y limosnas, fraterno el comité central, la militancia al socaire del clientelismo y el delito, y debilitados partidos e instituciones, prevén un largo reinado del PLD. Realidad política bien sabida. Por eso, los gobiernos de ese partido pueden colocarse al margen de la ley sin temerle a las consecuencias.
Enraizada en el poder y sin oposición cualquier organización eficaz, millonaria y sin escrúpulos, se hace ajena al reclamo popular. Estado y capital concentran su quehacer en proyectos de conveniencia inmediata. Mientras, la gente gesta sin fecha fija el desbordamiento colectivo. Y, siempre es igual, nadie lo ve venir.
Llegado ese “punto de inflexión”- que recuerda acertadamente Andrés L Mateo- dos cosas pueden suceder: un grito inequívoco de protesta que comienza una conmoción cívica o, de no producirse la queja, quedarse asentado el silencio a modo de rendición incondicional, una “carte blanche” al desgobierno.
Noam Chomsky, imprescindible cuando de sociología política se trata, no titubea en recomendar la protesta legitima ante un Estado avasallador. Ilustra su afirmación detallando tácticas utilizadas por la derecha norteamericana durante el gobierno de Reagan, que lograron desmantelar un sinnúmero de movimientos sindicales economizándose el inconveniente de las huelgas. Demuestra el prestigioso académico el papel crucial que jugaron las manifestaciones callejeras en la retirada de las tropas estadounidenses de Vietnam.
“El político es reactivo y no activo”. Tienden a no hacer nada si no se ven obligados a ello; prefieren dejar todo tal cual y seguir gozando del gobierno. Su estado favorito es la inercia. Parecen manufactureros chinos, pagando y sirviendo arroz en cantidades mínimas, tan solo para asegurarse la empleomanía y evitarse rebeliones. Ni más ni menos.
Si queremos cambiar lo que sucede en este país tenemos que asustar a alguien. La pasividad no cambia nada. Manifestarse es un vehículo democrático que permite darle sustos al poder. Aunque maltrecha, esto sigue siendo una democracia y tenemos derecho a hacerlo.
Fueron marchas de indignados las que consiguieron ese mal utilizado 4% para la educación, las que despertaron conciencia ambientalista denunciando el desastre ecológico tolerado por las autoridades. ¿Y acaso no fue la revolución de abril una marcha levantada en armas? No importan los sofismas que intentan demostrar lo contrario, basta ojear la historia y se conocerá de inmediato la eficacia de las manifestaciones públicas.
Ningún grupo de poder, comercial, político o religioso ve con buenos ojos cuando hay masas en las calles. Les temen, pues imaginan conmociones incontenibles; les angustia imaginarse una revuelta que llegue a mermar sus ganancias. Pero esta vez no se justifica el miedo, será un simple desahogo. Esta marcha no es la llegada del desbordamiento, todo lo contrario, es una simple alerta cívica, nada más.
Es necesario y saludable acojonar de vez en cuando al gobierno, obligarlo a meditar sobre el deber olvidado de respetar al pueblo, y sus leyes, ¡Que se inquieten! Amarguémosle un poco el disfrute del botín.
Es imperativo finalizar la indiferencia colectiva. Que termine el irrespeto que ha permitido a un ministro decir: “aquí la gente está en comida”, faltándole poco para añadir: “como los cerdos”.