Los prejuicios son el enemigo número uno del entendimiento entre las personas. Cuántas veces no adelantamos una opinión infundada acerca de alguien sin haber descendido a las profundidades de su corazón. Hace unos años, recién mudado a una comunidad llamada Manoguayabo, de la que procedían mis padres, una noche tocó a la puerta de mi casa, con cierta insolencia, un individuo llamado Gibe. Nunca antes había tenido el menor trato con él, solo sé que en aquel momento reclamaba, bajo los efectos del alcohol, el pago de la reparación de una lavadora. Yo le pregunté a mi esposa en qué momento había hecho negocios con él y ella me respondió que aquella misma mañana la había llevado a reparar a su taller. Me enojé con ella por hacer tratos con desconocidos. Volví de nuevo a la puerta y le pagué el arreglo. Durante un tiempo no volví a saber de él. De ese primer contacto me quedó la imagen de un hombre alto, delgado y con un rostro que mostraba que años atrás debió haber sido un tipo verdaderamente atractivo, a pesar de su aspecto demacrado provocado por exceso de consumo etílico. Llevaba esa noche una camisa playera amplia y unos pantalones que le caían por debajo de la cintura. Tomó su dinero y no dijo nada más.
Varios días después le volví a ver. Observaba una partida de damas. Decidí entonces jugar y mientras participaba de la ronda de juego, pude escuchar que Gibe se refería a cada uno de los presentes con esa nota de buen humor de hombre alcohólico. A todos les llamaba "come yuca" y se echaba a reír. Era su jocosa manera de situarse un peldaño por encima de su interlocutor, pero cuando se refería a alguien con ese apelativo significaba que para él esa persona ya había entrado en su reino. Yo había ganado algunas partidas y él se mantenía, en el mismo lugar impertérrito, sin decir absolutamente nada hasta el instante en que cometí un error que me costó el juego, Gibe, que observaba a lo lejos sin perder detalle, se dio cuenta de mi fallo y dijo sin “esparcho” –te equivocaste come yuca. Su frase me hizo gracia y la entendí como una invitación, una manera amablemente fraterna de comunicarme que acababa de entrar en su universo.
Supe, a través de algunos amigos, que él había regresado a principios de los años setenta de los Estados Unidos y que por aquel entonces se había dedicado a la reparación de las velloneras en bares y restaurantes de la capital. Contaba, con mucho orgullo, sus incursiones en el Almendro o en el Cabaret de Nancy. Sabía bien de la importancia de su oficio para que los negocios de ese tipo funcionaran. La música era imprescindible, una pieza clave y fundamental en todos ellos. Los cambios tecnológicos, sin embargo, fueron dejando poco a poco sin sentido su labor y el giró sus pasos hacía el mundo de las lavadoras, encontrando en ellas un nicho más seguro de trabajo.
Por aquel entonces yo trabajaba en una oficina de recaudación de Rentas Internas. Cada mañana salía en mi pequeña camioneta hacia esa institución y al pasar frente a una cafetería veía al amigo Gibe sentado al borde de la calle. Apenas iniciado el día, él ya estaba despierto libando su trago de ron. Muchas veces me saludaba desde la otra acera con su peculiar forma, yo me echaba a reír y seguía mis pasos. En una ocasión sucedió entre nosotros un hecho de lo más divertido, al menos para mí, no tanto para él que yo recuerde. Ese día yo me había levantado con el pie izquierdo. La suerte no estaba a mi favor. Cuando fui a prender la camioneta me di cuenta de que no tenía gasolina y lo más trágico de todo es que tampoco tenía dinero para ir al trabajo. Salí desorientado a la avenida principal, buscando una alternativa que me permitiera lidiar con la situación, cuando de repente oigo que me gritan ¡come yuca! Miré y era mi amigo que ya estaba borracho como una uva. Crucé hacia el lugar donde se encontraba y al acercarme me dijo:
— Pérez, a mi botella solo le queda un cuarto de ron y me faltan cincuenta pesos para la compra de otra. Tú me tienes que completar el resto e ir a comprar otra al colmado, por favor.
Me explicó aquello balbuceante. Casi no pude entender lo que me decía, pero di sentido a sus palabras y logré comprender.
— ¿Y cuánto tienes Gibe?
— Tengo ciento cincuenta pesos, aquí en los bolsillos.
Me quedé mirándole por un buen rato. Tuve por un instante la duda de hacer o no esa travesura, pero me esperaban en el trabajo con cierta urgencia. Después de unos segundos le dije.
— Pues dame el dinero para completarte el "pote" y voy a comprarlo al colmado.
Cogí su dinero y una cuadra más adelante tomé un vehículo que me llevó a mi oficina. Sabía que había cometido un abuso de confianza, pero en aquel momento no tenía otra salida. El resto del día transcurrió muy normal. Yo pensaba, de vez en cuando, en mi regreso y en la actitud que iba a tomar Gibe conmigo. Por la tarde, ya de vuelta, caminaba hacia mi casa muy despreocupado –había olvidado mi fechoría– cuando de repente escuché una voz como un trueno salida de entre las nubes.
— Come yuca, tu ganaste. Buen sinvergüenza… ¡mataste a un general!
Yo seguí mis pasos como si nada y como si no fuera conmigo no mire hacia la acera de enfrente. Al llegar a mi casa no aguantaba la risa, reía como un niño. Mi esposa preguntó la razón de mis carcajadas y yo solo lograba recordar el día en que Gibe fue a reclamar el pago de la lavadora y el equivocado prejuicio que tuve sobre su persona.