Se acerca el Día de los Muertos, el sexto que paso en México. Este año, el rito cultural declarado patrimonio intangible de la humanidad, pasará sin grandes ruidos publicitarios.
En esta ocasión, ninguno de mis familiares y amigos viajará desde Santo Domingo para salir juntos por las calles a celebrar la fiesta. Tampoco saldremos de viaje por carretera para llegar curiosos, como vagabundos de Dharma, hasta algún pueblo mágico de la Federación a divertirnos con los disfraces y maquillajes coloridos que desafían la aplastante crueldad de la muerte.
A mi paso, de camino a las pocas diligencias fuera de casa, alcanzo a ver los altares colocados por mis vecinos, pero todavía no preparo el mío. Acompañan al pan dulce, el color naranja de los cempasúchiles y los crisantemos en sus hermosos arreglos. A pesar del esmero en cada detalle las calacas se ríen solas. No abunda el ánimo para acompañarlas en su algarabía.
Las porterías de mis vecinos ofrendan mezcal y mole a unos visitantes, que no estoy segura recibirán, y entre los platos colocan las delicadas florecillas de nube, esas que en la isla llamamos aliento de bebé.
Un altar en específico atrapó mi vista. Era de flores mano de león, de color escarlata oscuro, como los días del calendario del 2020. Sus ramos predominaban sobre el naranja de las otras flores en ese arreglo.
Junto a los altares de los domicilios cerrados, las alfombras sanitarias para limpiar el calzado recuerdan que, por los umbrales de nuestros hogares este año volverán los que se habían escondido, según la creencia náhuatl. Por esas mismas puertas, en sentido contrario, podríamos estar saliendo a un desempeño socio-existencial distinto, que, según el rito, ocurre en el inframundo.
Por primera vez en décadas se vive el Día de los Muertos, que devino festividad católica, con similar incertidumbre a la que regía la vida precolombina y medieval. Como el hombre y la mujer amerindios, pedimos explicaciones al infinito.
Siento que ya sé lo que experimentaron Ginsburg y Kerouac, cuando bajaron de San Diego a Tijuana y de allí hasta el Distrito Federal. Me descubro en la efectividad del mundo sin tiempo entre estas singulares tradiciones. El contexto no me desagrada.
La fidelidad cultural de México a la celebración de los pueblos originarios ayuda a tolerar el golpe duro que, con arrítmico beat, pega la pandemia. Cada mala noticia que traen los días de este anuario de decesos desentona el ánimo. ¡Qué más da! Me disfrazo esta vez con la poesía del movimiento literario errante cruzando carreteras.
En 2020 sacar ventaja corporativa a la idea de transcender a otra dimensión no es decoroso. La Ciudad de México se acerca a su noviembre de reencuentro con los que ya partieron, bajo una atmósfera parecida a la cinta celuloide de Sergei Eisenstein, ¡Qué viva México! El evento recobra la pureza captada por la óptica del padre del cine soviético y esa espontaneidad reconforta mi duelo.
Estaba tranquila dentro de las circunstancias. Recién había visitado mi país luego de seis meses y una prueba PCR negativa me hizo creer que tenía dominada la nueva normalidad. Encontré en Twitter una efeméride que me apartó de las vacilaciones provocadas por los avisos de una segunda ola.
Disipé mi mente a otro tiempo. El Museo de la Revolución Mexicana conmemoraba los 100 años del fallecimiento de John "Juanito" Reed. Había olvidado por completo al periodista egresado de Harvard. Ese fin de semana me dispuse a ver de nuevo por la televisión la obra cinematográfica de Warren Beatty y descubrí la del mexicano Paul Leduc, que narran dos momentos de la vida del estadounidense socialista.
Reds (1981), México Insurgente (1971), respectivamente, y otros documentales que encontré en YouTube, sirvieron de repaso a la historia del único estadounidense sepultado en el muro negro del Kremlin, cuentos que ya nadie cuenta.
Días después, Leduc murió de vejez, no de COVID-19, y todavía no sospecho que un insondable dolor me llegará pronto. No creo en presagios, por lo que tampoco el hecho de que John Lennon cumpliera ochenta años allá en el campo de fresas donde nada es real, me puso a ver señales, que en verdad no existen más que para los poetas.
Finalmente, Facebook me notificó que Lucas Vicens estaba de cumpleaños, mensaje al que presté poca atención en medio de mis pendientes laborales. Solo al conocer su deceso, a pocos días de su fecha de nacimiento, adjunté a mi corazón la elegía. Me resisto a explicar la cronología de sucesos como un augurio. En consecuencia, me supe, una vez más, bajo la tiranía de Cronos.
Once años atrás declaré la guerra al dios griego del tiempo que, según esa otra tradición, reina desde antes que el tiempo fuera creado. Le hago guerra de guerrillas al administrar en un desorden no lineal mi imaginación, donde convivo cualquier día con el recuerdo. Solo así el aquí y ahora se me hace soportable.
En esa concepción abstracta del tiempo, la noticia de la partida de Lucas me pedía su mano amiga. Quería el abrazo del mismo Lucas, para soportar su desaparición física. Él me ofreció su abrazo para ayudarme a enfrentar las fauces de Cronos haciendo hijo del tiempo, es decir suyo, a uno que salió de mis entrañas.
Necesito debatir con el propio Lucas cómo manejar este decreto de la deidad implacable que los romanos llamaron Saturno y que Goya pintó devorando a un hijo. Se me ha hecho difícil ver cómo el inexorable engulle a mi amigo por un sistema desconocido donde no funcionan nuestros relojes.
—Cuando alguien muere, no se dice más que lo siento y se ofrece un abrazo.
Me dijo Lucas una vez y me repitió en una conversación atemporal que se repetía en mi cabeza, cuando supe que fallecía de complicaciones derivadas del COVID-19.
—Pero, ¿cómo Vicens? No, déjate de cosas. No me vengas con esa. Si te vi escribir angustiadas cuartillas en el Listín Diario después del 8 de diciembre de 1980.
Debatir con Lucas fue mi primera reacción ante la noticia de su partida, porque para este estudioso formado en la disciplina marxista, las relaciones humanas se fortalecen en el ejercicio dialéctico. ¡Cuánto discutí con Lucas! Choques acalorados en los que siempre perdía el debate, no por falta de argumentos, sino porque después de cada disputa, él desarmaba mis oposiciones con su inquebrantable afecto.
El lapso en que ocurrió nuestra amistad y la noticia de su partida extreman el desconsuelo. Mi separación actual las personas que compartimos con él alegrías y penas me aflige.
Con delicado respeto para los parientes y amigos que convivieron con Lucas Vicens en años más recientes, así como a su círculo de infancia y juventud revolucionaria; o a sus alumnos de Economía y otras personas cercanas a él; escribo esta carta que quiere cruzar como el pan de muerto y el mezcal a las otras dimensiones por dónde vagabundea su espíritu inquieto. Con mi breve relato anacrónico procuro alejarme de la vigencia del decreto que ordena, sin derecho a recurso, el término de la vida de una persona apreciada.
En los años noventa, nos hicimos amigos de Lucas un grupo de abogados y otros profesionales. José Cruz Campillo, Elianna Peña, Marie Laure Aristy, Alberto del Villar, Patricia Zorrilla, Sandra Nogué, Pilar Haché, Yomo Correa, Verónica Fernández, Laura Pujols, Mónika Melo, Yudith Castillo, Pedro Ramírez, Wanda Perdomo y otros más junto a quien escribe, éramos los compañeros de trabajo de su entonces esposa, nuestra querida amiga Giovanna Vilorio y asiduos visitantes de su hogar.
En medio de nuestras cavilaciones sobre globalización, servicios de telecomunicaciones y desarrollo, él llegó a organizar un debate inesperado entre nosotros. Nos puso a reflexionar sobre el rol de nuestras labores y el sentido de nuestras vidas. El estribillo vivir con los ojos cerrados es fácil,
entendiendo mal todo lo que se ve, era una duda razonable que a Lucas le gustaba sembrar en otras cabezas.
Antes, en los años ochenta, los estudiantes de INTEC hacían de Lucas una leyenda urbana. En las discotecas Bella Blue, Neón y Alexander’s lo veíamos, toda una figura, siempre elegantemente vestido. Ellos contaban que ese maestro, que le gustaba bailar, era un magnífico y temido catedrático. Se decía que el carismático profesor con ideas de izquierda, hablaba con idéntica pasión en su aula de clases del absoluto de Hegel como de la lírica de Juan Luis Guerra.
No obstante, al mencionado grupo nos tocó una experiencia más familiar. Para nosotros, fue un Sócrates vehemente y cariñoso que nos recibía en el hogar entonces formado junto a Giova y sus perritas Polita y Chinola, para compartir platillos preparados por ella y discutir una agenda de temas que él mismo asignaba y organizaba con un orden del día.
Así fue como conocí a quien desde mis años de colegiala oí mencionar, desde un ángulo premiado por el enorme afecto fraternal, de quien primero me habló del famoso Lucas. En bachillerato era nombre del hermano mayor que no conocía, pero del que constantemente nos hablaba su hermana Marisol, mi compañera de promoción.
Junto a Blanca Jiménez eran las más listas de la clase. Sobresalían en todas las asignaturas, con calificaciones que no bajaban de 98/100. Blanquita es mi amiga desde inicios de la secundaria. A Marisol, quien llegó al Colegio Santo Domingo más adelante, la vine a conocer mejor cuando coincidimos en el mismo salón de clases, en el último año de la secundaria.
Nos hicimos amigas a pesar de que Marisol ya era una pequeña mujercita y yo, todavía no. Con su humor alegre e inofensivo se reía de mi dilatado despertar. Cuando casi todas mis amigas tenían sus noviecitos o enamoraditos, yo todavía andaba pegada de mis LP´s de los Beatles soñando con el amor.
La afinidad con Marisol vino por el interés mutuo por el arte, la política y otras utopías. En el colegio, armábamos entre nuestros pupitres una tertulia para hablar de los acontecimientos recientes. Entre ellos, la guerra de las Malvinas y las huelgas de choferes al presidente Antonio Guzmán, que en varias ocasiones impidieron que fuéramos a clases. Otros días simplemente intercambiábamos libritos de historietas de Mafalda. Pero lo que más disfrutábamos era llegar cada lunes a comentar las películas, junto con Blanquita, Soraya Pérez, Anita Valdez, Ana María Rodríguez, Ana Portela, Alma Cunillera, Alejandra Rodríguez y otras amigas.
No había intervención de Marisol en esas tertulias colegiales que no incluyera un: Lucas me explicó que… Veneraba a ese hermano que las ponía a ella y a sus hermanas a leer libros; les explicaba el porqué de realidades sociales, y cada domingo las llevaba a ver cine que las pusiera a pensar. El lunes que volvimos todas de ver Reds, más bien flechadas por Beatty, me familiaricé con las explicaciones del hermano sobre Jack Reed y la Revolución Rusa. Lo citaba Marisol en sus intervenciones en clases de Economía y Filosofía, con nuestra formidable maestra Carmen Rosa de Alberti, en las de Literatura con Isabel Marion Landais, en las de Historia con Dulce de Sanchis. En fin, lo mencionaba todo el tiempo. Era su mentor.
Supe que el desconocido izquierdista, y diez años mayor que nosotras, era un amigo mío sin serlo, cuando Marisol, sin bromas y con gesto afectuoso, se acercó a sabiendas de que era un día desafortunado para mí. Fue un martes de diciembre y teníamos un examen de medio término, antes de las vacaciones de Navidad.
La agencia EFE había despertado al mundo con la infausta noticia de un trágico asesinato en la puerta del edificio Dakota, a pocos metros del Parque Central de Nueva York, la noche anterior. Sentada con mi uniforme morado y cara de tragedia, Marisol me confió: Lucas está igual de triste y me explicó que John Lennon… La devoción de mi amiga por aquel enigmático hermano fue transitiva.
De enigma pasó a leyenda urbana en mis años universitarios durante la década de los ochenta. Como Juan Luis, Arturo o Armando, Lucas solo había uno en Santo Domingo. He leído sentidos mensajes en la prensa y en las redes que tributan su vida y legado. El de mi antiguo vecino y amigo Frank de la Mota se me ha quedado grabado como escena de una película: Mis recuerdos serán verlo caminar por Gascue con esa larga melena negra azabache. Lo describió con hermosura y fidelidad. Lucas era un caballero andante de las calles, la poesía y las ideas vibrantes y rítmicas de nuestra ciudad frente al mar. A su entrada al infinito se oye La gallera. Como en los días de Bella Blue, baila con gracia su suerte.
Vicens, como me encantaba decirle, lo mismo que a Marisol, ahora camina en campos donde no hay nada de qué preocuparse al encuentro de otras piedras filosofales. Lo oigo advertirme. No quiere que haga un retrato idílico de sí. Lo oigo incluso reírse de mí, por la tozudez de insistir en algo más que un lo siento para sus dolientes.
Tendría razón de recalcar esa debilidad de mi carácter. Vuelvo y me le opongo. Quiero asentar que en momentos difíciles en que tenía más dedos en las manos que afectos incondicionales, Lucas fue ese dedo anular que me recordó las alianzas que debía mantener con mis sueños a pesar de las adversidades. En una sociedad que arrincona a las mujeres descasadas, en el hogar del El Vergel, entre Giova y Lucas siempre estuve al centro de sus cuidados.
—Perdóname Lucas, pero tengo que decirlo. Lloraste mis penas y celebraste mis alegrías. Hoy te lloro.
El grupo de interconectados amigos de Giova, para nada somos parte de un círculo intelectual. Somos un simple conglomerado fraterno y hoy estamos inmensamente tristes. Fuimos favorecidos por el cariño sincero de un león, a veces manso otras rugiente, pero siempre amoroso amigo.
Vivimos momentos felices con este hombre firme como una piedra en sus convicciones, como tantas otras personas a quien dio su tiempo, sus enseñanzas y solidaridad. Extiendo mis condolencias a su esposa, Aída Consuelo Hernández, a su madre, doña Bella, su hija Laura y a los hermanos Vicens Bello.
Etimológicamente, recordar significa volver a pasar el corazón. Serviré el alimento de mi ofrenda del Día de los Muertos, el que arreglaré solo con flores de mano de león, para recordar las buenas tertulias y degustaciones de la calle El Vergel, con este león que me dio su mano amiga.
—Hasta pronto Vicens. Disfruta tu debate con Cronos.
The silence was an intense roar. (Dharma bums, Jack Kerouac, 1958).